Herencia de oro

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“Hace tres años perdí a mi madre. Siempre estaba a mi lado, empujándome cada día para sacar lo mejor de mí. No hay nadie en este mundo que me quiera más que ella. Sé que todavía me guía y, aunque ya no esté aquí, la siento. Estoy muy orgulloso de tenerla como madre y de seguir adelante a través de ella».

Ojos acuosos. La serena elocuencia que nace de lo más profundo. Auditorio embebido. Ricky Rubio acaba de proclamarse campeón del mundo, de ser elegido MVP del certamen, pero lejos de cualquier jactancia, sus primeras palabras solo emanan inmenso amor, conmovedora admiración por quien todavía hoy es la fuerza que le impulsa a lo más alto.

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Un detalle que refleja el talante de Ricky, su inmanente carisma. Su historia es la del genio que vivió deprisa. Un púber superdotado con una madurez inusual para sobrevivir en un cosmos de adultos. Sólo un elegido debuta en la ACB a los catorce años o disputa una final olímpica contra la constelación estadounidense a los diecisiete. Jamás le deslumbraron los focos. Tampoco languideció cuando las loas se tornaron críticas. Cuando las expectativas rebasaron la excelencia alcanzada.

En la culminación de su gradual crecimiento tiene una trascendencia vital el influjo de Raül López, el gran capitán de los juniors de oro campeones del mundo en Lisboa 99, viejo ídolo adolescente y crecido igualmente en la inagotable cuna del Joventut de Badalona. Bajo su tutela ha depurado detalles técnicos fundamentales como el tiro, y reforzado aún más su ya elevada resiliencia.

Sin perder su magia y desparpajo prístinos, ha consolidado su juego hasta convertirse en un base referencial en la mejor liga del planeta. Solo la limitante jerarquización de roles de la NBA le ha impedido mostrarse con la alteza exhibida cuando toma la batuta nacional.   

En el simbiótico cuerpo de la selección, ha sido el gran corazón; quien, junto a Marc Gasol, mejor ha sabido portar la antorcha prendida por la generación de oro.      

No está Pau Gasol, fintando con sutileza desde la lejanía y deslizándose con el trapío de un bailarín, para colgarse con virulencia del aro francés. Ojos bañados de pasión. Mirada desafiante que silencia una grada adversa y enloquecida.

Se desvaneció Juan Carlos Navarro, capaz de vacilar, cual festiva pendencia callejera a Kobe Bryant o Lebron James; de retar sonriente al demiurgo americano, mientras le endosa diecinueve puntos en una primera parte de ensueño. Imposible no recordar, no fantasear con un desenlace de cuento de hadas.

Pero queda lo esencial, la herencia de oro, el espíritu indomable, el duende ganador de una cuadrilla que se hermana con deleite para hacer lo que mejor sabe.

Cuando la victoria es abrazo fraternal, fusión jacarandosa de un grupo de jóvenes conjurados en el fascinante ritual de la amistad.

Es la unión mística que envuelve a los componentes de España y Argentina. Ese fulgor grupal que aterra al oponente, que tan bien describió el exseleccionador americano Mike Krzyzewsky cuando por primera vez lo observó: “Los jugadores argentinos formaron un pelotón y comenzaron a cantar y a saltar al unísono. No era teatro, ni para consumo mediático. No era para nadie. Era para uso propio. Fue uno de los despliegues de espíritu competitivo más profundos que haya presenciado. Eso es lo que debíamos vencer, y debo admitir que me intimidaba”.

Colectivos acerados con destacados nombres propios:

El final de torneo de Marc Gasol ha sido imperial. Sin hallarse en plenitud física, tras ciento once partidos disputados este curso, ha dado una lección de pase, colocación y fortaleza mental para mutar su vacilación puntual en una determinación y acierto descomunales cuando más abrasaba la atmósfera. Salvo infortunio dentro de un año se unirá a Pau para afrontar un nuevo reto olímpico. Los únicos hermanos que han conquistado el anillo de la NBA. Que sigan ambos en la brecha tal vez nos impide apreciar la dimensión de lo logrado, algo que jamás volverá a repetirse.

Sergio Llull ha resucitado. Ha vuelto el pillo audaz, el que se divierte anotando canastas imposibles y decisivas, mientras el rival enmudece, y defiende con las piernas de un sprinter.

Asombro y reverencia ante Luis Scola. A sus treinta y nueve años el viejo león albiceleste ha demostrado que cuando se aúnan destreza, esfuerzo y devoción la edad es un guarismo inane.  

Sergio Scariolo es el sabio gurú de la tribu. El Maestro Zen italiano no deja de sorprendernos con su maestría para sacarse nuevos ases de la manga, para extraer el máximo de jugadores que con él rinden mucho más que en sus respectivos equipos.

Con ocasión del venidero evento olímpico llegará el gran dilema: esta miscelánea sinergia ha conquistado el oro contando con menos talento que antaño, pero irradiando un aura especial que sería erróneo quebrar.

Pau Gasol es indiscutible. Como dijo pleno de intención Scariolo: “Pau hubiera matado por estar”. En cuanto al resto de ilustres bajas todo es debatible. Debería en mi opinión reflexionarse mucho antes de reincorporar a aquel cuya ausencia haya sido básicamente atribuible a una falta de deseo y de compromiso.

La motivación es un factor intangible que gana títulos. Ricky, una vez más, tiene la clave: “Sigo aprendiendo de la ilusión que tenía el niño”.

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