“Soy una venezolana que solo quiere turistear: No me deporte no vengo con intención de migrar»

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El pasado miércoles decidí tomar un vuelo de Conviasa para viajar a México a reencontrarme con viejas amistades y descansar un poco de todo el caos que significa vivir en Venezuela, lo que no me imaginé es que las primeras horas de ese viaje de “placer” se convertirían en minutos de angustia, temor y estrés.

Hace aproximadamente un mes adquirimos el boleto aéreo, un regalo que tenía la intención de ser sorpresa, pero que, por mi ajetreada agenda de trabajo, la persona que hizo la compra desde México debió revelar el secreto y consultar horarios y disponibilidad; además de adelantarme algunos detalles: “Recuérdame que debo enviarte una carta de invitación con mi dirección y una foto de mi cédula de migración para que no te fastidien en el aeropuerto”.

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Confieso que para el momento me pareció un comentario “alarmista”, pues no era la primera vez que viajaba a México, la diferencia es que sí era la primera vez que lo hacía durante la pandemia y cuando la crisis migratoria venezolana se ha agudizado más de lo que era en 2018, cuando viajé a Monterrey. Solo le dije, entre risas y bajo advertencia: “Okey, alarmista. Yo te recuerdo eso y tú me recuerdas un día antes imprimir ambas cosas”. Hoy agradezco haber hecho caso a esto.

Mi boleto marcaba como hora de abordaje 9:45 de la mañana, conocidas las circunstancias de los vuelos internacionales en Venezuela, donde te exigen estar unas cuatro horas antes en el aeropuerto de Maiquetía, tenía previsto llegar a golpe de 5 de la mañana, pero esto cambió cuando desde la agencia que me vendió el boleto me llamaron para advertirme que “la semana pasada el vuelo fue sobrevendido, hubo gente que no se pudo montar en el avión; así que tuvo que esperar a que saliera el siguiente viaje”.

Ya por ahí había empezado el caos, sin contar la exigencia de una prueba PCR que no me fue solicitada en ningún momento del viaje. Decidí llegar dos horas antes de lo que tenía planificado al aeropuerto. Las puertas cerradas y un Guardia Nacional con más sueño que yo me recibieron. Hasta que a las 4 de la madrugada me dejaron ingresar al terminal internacional.

El primer filtro para poder acercarme a la aerolínea fueron dos funcionarias de la Guardia Nacional Mexicana que me preguntaron el motivo de mi viaje, datos personales y profesionales. A mi respuesta de “soy periodista” le siguió una pregunta que aún resuena en mi cabeza: “¿Me puede decir cómo ejerce su profesión?”, ante mi cara de concierto, la funcionaria insistió: “Necesito que me diga qué hace a diario y me explique ampliamente cómo lo hace”. Debo confesar que de mí solo salió una respuesta que ahora que la analizo pudo sonar bastante soez. “¿Es decir, me está pidiendo que le explique cinco años de carrera?”, respondí.

Una vez que se solventó este impase de preguntas sobre mi profesión y motivo de viaje, las cosas parecían andar bien. Para extrañeza de muchos, el avión llegó y despegó a la hora, no hubo o al menos yo no me percaté de ello. Fue un vuelo tranquilo, nada me hizo suponer el mal rato que me esperaba al llegar a Cancún, lugar donde aterrizaba mi avión para luego tomar otro vuelo que me llevaría a Ciudad de México.

El peso de ser venezolana en otro país

Es increíble cómo todos los venezolanos que salimos del país cargamos con el peso de una presunta migración forzada sobre nuestros hombros, incluso ante los ojos de nuestros propios coterráneos. Confieso que mientras me mantenía a la espera de que mi vuelo despegara me cuidé mucho de no caer en lugares comunes que anunciaran por las redes sociales que estaba por abordar un vuelo internacional.

La verdad, quería evitar las típicas preguntas que comienzan por un “¿A dónde te vas?” y terminan con “al fin decidiste irte”. Aun cuando tú no has ni siquiera leído el primer mensaje, ya tus “amigos” te están despidiendo y celebrando también que “te fuiste”. Por ello, nada de fotos en el mosaico de “cromo interferencia de color aditivo” del maestro Cruz-Diez ni del avión o de algún lugar en el aeropuerto. Ciertamente, ese primer filtro con las funcionarias aztecas despertó en mí eso que llamamos los venezolanos “mala espina”.

El vuelo, aunque largo y pesado, no fue mayor cosa. Lo dramático comenzó justo después de aterrizar en Cancún. “Pasajeros de Conviasa no olviden llenar la forma migratoria”, decía un empleado del aeropuerto internacional en suelo mexicano mientras nos explicaba cómo llegar al área de migración. Luego de bajar algunos escalones a paso acelerado y al voltear la mirada hacia la izquierda lo primero que ve todo viajero es un salón parecido a una pecera en la que se pueden observar a no menos 30 personas durmiendo en el piso, arropados con cobijas y otro centenar de maletas amontonadas frente al vidrio.

“¿Serán los deportados?”, pensé, pero tampoco quise indagar mucho para no alterar mis nervios. Ya en la fila para pasar a migración una pareja de ancianos debía explicar la razón por la que su pasaje es solo para un par de días. “Vamos a cruzar a Estados Unidos, acá está nuestra visa”, dice la señora y la mujer de migración con cara dudosa los deja pasar.

En otra casilla, un chico de unos 30 años en fracción de 2 a 3 minutos pasó de no conocer a nadie en México a tener primos y a su madre en Mérida y “Trujillo”. El funcionario le dijo que él como mexicano no conoce ningún estado Trujillo en México, así que le va a pedir amablemente que lo acompañe para hacerle otra entrevista.

Un par de casillas al fondo se encuentran Leidy y Jope, dos chicas treintañeras con las que hice amistad en mi espera en Maiquetía. La primera soltera y sin hijos como yo y la segunda viajaba con sus dos pequeños hijos de 5 y 7 años, a reencontrarse con su esposo. Ambas también fueron invitadas “cordialmente” a responder un par de preguntas más.

“Vengo por placer”

Al fin tocó mi turno. Ya en la casilla entrego mi pasaporte, forma migratoria, carta de invitación y pasaje de llegada y de regreso. “¿Por qué viene a México?”, me preguntan. “Vine a pasar unos días de vacaciones y visitar a unos amigos”, dije. Luego hubo un par de preguntas básicas más como a qué me dedicaba y qué lugares esperaba conocer, las cuales bastaron para que a mí también me invitaran a ser entrevistada por otro funcionario de migración.

Casualmente, poco después de aterrizar había conectado mi celular a la red wifi del aeropuerto, por lo que ya comenzaban a llegar los mensajes de los amigos que sí sabían que viajaría a México para saber si había llegado bien y si estaba a tiempo para abordar el otro avión cuando el funcionario me dijo “amablemente” que por tratarse de una zona federal no podía hacer uso de mi celular y que, además, debía entregárselo hasta que se terminara mi entrevista.

Al llegar al “cuartico” había al menos 30 personas esperando para ser entrevistadas. Todas habían viajado conmigo desde Maiquetía en el mismo vuelo de Conviasa. Eran rostros relativamente conocidos que habían pasado de estar cansados y con sueño a estar preocupados y llorosos.

Una de las primeras fue Leidy. Su entrevista no tardó más de tres minutos. Al volver me dijo “espero tú si puedas entrar y disfrutes del viaje. A mí me dijeron que mis respuestas no se relacionaban con mis intenciones de viaje, así que me van a devolver a Venezuela en el próximo vuelo”. Ella tenía pasaje de regreso para el 1 de diciembre y venía a Monterrey a conocer la ciudad y visitar a unos familiares.

A Jope, quien fue una de las últimas, y a sus hijos no los volví a ver después de la entrevista. Para ese momento ya les habían pedido a los que habían sido entrevistados que desalojaran el cuarto donde nos encontrábamos y que esperaran afuera a que les entregaran sus pertenencias y les dieran las nuevas indicaciones.

Casi dos horas después del aterrizaje al fin me tocó a mí. Jamás hasta ese momento me había sentido tan incomoda con preguntas como: qué edad tienes, a qué te dedicas, tienes hijos, tienes novio o pareja en tu país. Con cada una de mis respuestas, sentía que la ceja del funcionario que me entrevistaba le llegaría a la nuca. “Si eres periodista y tienes empleo en tu país, ¿por qué hasta ahora decidiste viajar a México?”, preguntó el hombre con chaleco de migración y creo que fue el momento en el que la sinceridad decidió responder por mí.

“Mire, señor, sí soy periodista y la verdad es que sí he tenido bastante trabajo. Me tocó cubrir las elecciones que hubo el domingo pasado en mi país y dichosamente se me abrió la posibilidad de viajar para tomarme unos días de descanso y reencuentro con mis amigos. Vengo por placer, no tengo intenciones de migrar. Puede revisar las redes sociales del medio en el que trabajo y ver que lo que le digo es verdad, puede revisar mis redes personales y ver que no hay fiestas ni fotos de despedida, puede incluso revisar mi celular, ese que tienen ustedes resguardado desde hace casi dos horas y verificar que todo lo que le digo es verdad”, respondí con una absoluta calma que hasta yo desconocí.

El hombre me pidió ver mis credenciales de periodista, incluso desde su celular se metió en la cuenta de @HispanoPost y me dijo “es decir que si yo reviso esto -mientras me mostraba la pantalla de su celular con el feed del medio abierto- encontraré notas de prensa escritos por ti”. No respondí, no me salieron las palabras, solo asentí con la cabeza. Ya había hablado más de lo que creía prudente. “Está bien, nosotros nos quedaremos con esto y usted por favor, pase a tomar asiento y espere”.

Las piernas me temblaban, pero mantuve el aplomo. En el cuartico ya solo quedábamos unas cinco personas. Una pareja de hombres con acento colombiano que bromeaban entre ellos, porque no iban a conocer las playas de Cancún. Una chica de unos 20 años que, sin haber sido llamada a declarar, lloraba a mares. Un muchacho también de unos 20 años que les preguntaba a los colombianos si sabían qué pasaría luego y otra venezolana que, como yo, solo había viajado por placer.

“Chama, yo solo vine a un bautizo. Una joda con mis amigas de la universidad, una bebedera y ya. Que caga… que por el simple hecho de ser venezolanas nos hagan pasar este mal rato. Yo tengo tantas cosas que me atan a mi país que me molesta horrible que esta gente me trate así”, me dijo luego de preguntarme cómo me había ido en la entrevista y si me habían dicho algo distinto a ella.

Conversamos un poco sobre sus planes -“si me dejan pasar”, dijo- y los míos. Nos resguardamos en el sentimiento de consolación de que tras la entrevista no nos pidieron desalojar el salón y tampoco habíamos visto que nuestro pasaporte y teléfono celular los habían pasado al lote de documentos y móviles de los deportados. Mientras, la chica seguía llorando y ya los otros tres hombres habían salido del cuarto.

Esto es parte de la presión psicológica, me repetía en la mente. Recuerda todo lo que has aprendido sobre lenguaje corporal porque si dejas fluir los nervios todo saldrá mal, me insistía a lo interno. Hasta que volví a escuchar mi nombre, poco más de media hora después de mi entrevista: “Señorita Bracho para que nos regale su firma por acá”. Me colocaron enfrente una hoja tamaño oficio con un montón de letras que confieso no leí porque justo en el momento en el que lo iba a hacer la funcionaria terminó la frase: “Para que pueda ingresar al país”.

A la chica del bautizo, que hoy ya no recuerdo su nombre, también la dejaron pasar. Una vez que superamos migración, nos abrazamos. Fue el abrazo más fraternal que he recibido desde que llegué a México y eso que ya he tenido la dicha de reencontrarme con viejas amistades y ella solo tenía unas 12 horas viendo y unos 30 minutos conversando.

Superadas las revisiones narcóticas cada una tomó su camino. Ella, asumo, llegó a tiempo para el bautizo de la hija de su amiga de la universidad y yo entre carreras y más estrés logré tomar a tiempo mi conexión a Ciudad de México, respondí algunos mensajes y agradecí mucho porque me hayan dejado pasar, al tiempo que también reproché el hecho de que por ser venezolana me traten de esa manera. No obstante, aquí estoy, escribiendo esta crónica poco antes de subirme a un tour que me llevará a conocer parte de la capital mexicana.

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Keissy Bracho
Keissy Bracho
Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo Audiovisual Especializada en Comunicación Política, Opinión Pública, Marketing Político, Gestión de Políticas Públicas. Aprendiendo de Género

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