“Sólo hay una verdadera forma de gloria: tender un puente entre la vida y la muerte. No quiero ser simplemente un buen actor, aunque sea el mejor, sino crecer y crecer, llegar tan alto donde nadie pueda alcanzarme. La verdadera grandeza del ser humano es la inmortalidad”.
La cita de James Dean resume uno de los mayores designios del ser humano desde la noche de los tiempos: la trascendencia. Llegar al pináculo y, sobre todo, ser recordado por la posteridad.
Hace ya lustros que Pau Gasol entró en el selecto clan de aquellos cuyas gestas serán admiradas por generaciones venideras, por jóvenes que nunca les vieron actuar en su esplendor.
La magnificencia de un deportista o de un artista viene definida por la referencia comparativa. Crece a medida que comprobamos que nadie pudo siquiera acercarse a su alteza. La historia elige a sus héroes.
“Nunca, jamás, habrá otro Larry Bird”, sentenció Magic Johnson en 1993 durante la ceremonia de retirada de número de su otrora archirrival. Y tenía razón: no ha nacido otro Bird; de la misma manera que nunca surgirá un nuevo Magic o Kareem Abdul- Jabbar.
Y tampoco emergerá otro Pau Gasol. El chaval de Sant Boi ha marcado una época no solo por sus logros, ni tan siquiera por haberlos alcanzado exhibiendo una insólita humildad, sino por transmitir valores como el esfuerzo, la relativización del éxito y del fracaso, y por abanderar a un grupo áureo de baloncestistas que, crecido bajo su influjo, nos deja secuencias que son el paroxismo de la belleza.
Seis de diciembre de 2001. Acaba de aterrizar en la NBA, cuando arriba una fecha marcada con fluorescente en el calendario: el enfrentamiento con su ídolo Kevin Garnett. Experto en el vacile, en usar un trash talking rayano en la humillación para desestabilizar a sus rivales, Big Ticket se ensaña con el novato, que aguanta con estoicismo su altanería. Palmadas junto al oído, miradas retadoras, comentarios despreciativos, algún empellón marcando territorio, hasta que llega La Jugada. Pau agarra el balón en una esquina, algo alejado del aro, con Garnett pegado a su anatomía. Amaga a un lado. Cambia de dirección, a la par que bota el esférico con fiereza dejando atrás a su adversario. Ejecuta dos zancadas de guepardo para concluir con un mate salvaje en la cara del otro defensor que se interpone en su camino. Es la nítida tipografía de su tarjeta de presentación. Con un rostro atribulado Garnett comprende el mensaje: ha llegado otro purasangre a la liga.
Su calidad y su arrojo le convierten en un referente, en el protagonista de un relato que parecía no tener fin.
Aquel raudal de lágrimas rodeado por sus compañeros de selección a la conclusión del encuentro contra Argentina en Japón 2006, mezcolanza de júbilo por clasificarse para la final de un mundial y de aflicción porque comprende que la lesión padecida hace unos minutos le impedirá disputarla.
La euforia, abrazado a Kobe Bryant y al resto de lakers, saltando enloquecidos sobre la pista tras el pistoletazo que anuncia su primer anillo en 2009.
El rugido, la estampa desafiante que silencia una platea antagonista, tras fintar a un rival desde la línea de tres, recorrer el parqué con la destreza de un atleta y colgarse con furia del aro, en la semifinal contra Francia del Europeo de 2015.
Sus emociones han sido la cartografía de las nuestras. Hemos palpitado con él, llorado con sus triunfos, con su pesar al no conseguir el título deseado –aunque fuera de las dimensiones de un oro olímpico y todos vibráramos satisfechos con la plata-.
Conmovido, suspirando, con voz entrecortada en ocasiones, pero conservando su temple, ha anunciado esta tarde su retirada del baloncesto, arropado por sus seres queridos, en el inigualable marco del Liceu de Barcelona.
Se despide con una actuación decisiva en la final de la ACB y otra opaca en los JJ.OO. Nunca el canto del cisne está a la altura de la estrella.
Su determinación en pos de sus anhelos convierte al aficionado en partícipe de los mismos y lega una máxima que es una lección de vida: Atrévete, porque tus sueños están ahí, esperando a que tengas el valor de cumplirlos.
Nunca lo olvidaremos, Pau.