Lo bueno de Juan Manuel Santos

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Mentiroso por costumbre, malísimo orador, pero buen demagogo; discriminador, virtual causante de crímenes de lesa humanidad, traidor, patrocinador de la corrupción, perezoso, aprovechado… No son muchas las virtudes que se le reconocen a Juan Manuel Santos, quien en agosto de 2018 dejará la presidencia de Colombia con la promesa cabalmente cumplida, contra todo pronóstico, de obtener la paz más anhelada y menos verosímil del hemisferio. Se irá apabullado por un descrédito interno con escasos antecedentes en el país y, en cambio, una estima pública internacional inconmensurable, fruto de su mérito ya reconocido con el apetecido Premio Nobel de la Paz.

Santos se irá aborrecido principalmente por el país urbano, mayoritario, que no sufrió directamente los últimos 50 años de la encarnizada guerra civil –cebada en cientos de millares de muertos– y por ello mismo tampoco le ha querido encontrar mérito a la paz indiscutible, pactada con las brutales, pero ya desaparecidas, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC.

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La corrupción estatal colombiana –que agobia– con Santos no ha sido más grave ni más grande que las de otros gobiernos ni él ha sido menos proclive a ella que sus antecesores. Muchos de los escándalos por abusos y hurtos descomunales de los bienes públicos que han estallado en la era Santos son solamente la continuación de un estado de podredumbre nacional que tiende a crecer y a perpetuarse, con los buenos oficios y la venia cortés, eso sí, del actual gobierno, el cual, al estilo de la sentencia de Balzac, ha contribuido a agrandar la telaraña jurídica tan colombiana a través de la cual pueden pasar sin excepción las moscas más grandes mientras que sólo las más pequeñas de vez en cuando quedan atrapadas.

La economía nacional, cuyo comportamiento fija el estado de ánimo del país, se despeñó con los precios internacionales del petróleo y otras materias primas, pero no está tan deprimida como se la entregó, en 1998, el presidente Ernesto Samper a su sucesor, Andrés Pastrana, y de la cual el país salió por inercia –con hambre, sudor y lágrimas– bajo la administración del entonces ministro de economía, Juan Manuel Santos. La crisis de hoy no ha desplomado el empleo de manera notable ni le ha mermado recursos a la formidable máquina de la corrupción, cuyo funcionamiento goza del mayor grado de perfección posible, sobre cualquier otro asunto, tema o negocio en Colombia.

No obstante, la mayor y más admirable conquista de Santos, la paz, se ha convertido en su peor desgracia política. Por una parte, la ausencia de la guerra interna echó a perder la abrumadora economía lícita e ilícita que giraba alrededor de ella y la corrupción quedó súbitamente desnuda al desaparecer las FARC, el ropaje con el que era eficazmente encubierta y justificada.

Al desprestigio natural de Santos contribuyen poderosamente la guerra sucia y el desprestigio sistemático contra él que ha mantenido sin pausa su antecesor, Álvaro Uribe. Tanto así que la insignia escogida por el propio Santos para sucederlo, su vicepresidente Germán Vargas Lleras, ha encontrado que su único caballito de batalla posible para buscar votos consiste en desacreditar la obra de gobierno de la que es parte, beneficiario y coautor.

Santos llegó a la presidencia montado sobre las supuestas victorias militares contra las FARC que él mismo consiguió como ministro de guerra durante el gobierno de Uribe, de quien fue su mano derecha. Ambos comparten la responsabilidad suprema de atrocidades de lesa humanidad que todavía no han llegado a los estrados judiciales, como bombardeos indiscriminados sobre población civil y millares de ejecuciones extrajudiciales de inocentes –incluidos niños– a los que ordenaron fusilar y pagaron por sus muertes con el objeto de fingir victorias en el campo de batalla que jamás tuvieron ocasión.

El país que le entregará Santos a quien lo suceda es el mismo de siempre en términos de desigualdad social –una de las más bochornosas del mundo– y de la prácticamente nula participación social. Solamente en la península de La Guajira han muerto de física hambre más de cinco mil niños indígenas, además de madres lactantes y gestantes y ancianos. Este genocidio por inanición –producto exclusivo de la corrupción estatal– ha estremecido al mundo y producido decisiones judiciales internacionales que el estado y la sociedad colombianos desconocen impunemente.

Con todo, Santos comprometió su capital político completo en la búsqueda de la paz hasta lograrla, con lo cual le puso fin a una guerra intestina de más de 50 años y a todos sus horrores. La mortandad se detuvo y las regiones dominadas por el terrorismo pueden ser incorporadas a la vida legal del país, siempre que las fuerzas militares y de policía logren impedir que las copen del todo los florecientes ejércitos de los inveterados carteles de la cocaína, cuya prosperidad constante se afianza en la corrupción estatal y en los mercados internacionales que, como el de Estados Unidos, les dejan ganancias formidables.

El logro de la paz de Santos fue buscado en vano por los gobiernos de los últimos 30 años y es histórico a todas luces. Una promesa de campaña efectivamente cumplida, cosa rara no sólo en Colombia, donde –queda claro– honrar la palabra empeñada en el ejercicio de la política es degradante. Lo único que Santos ha hecho bien en toda su vida pública resultó ser lo más abominable para el país enfermo al que gobierna.

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