Se supone que los médicos no debemos llorar

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Adriana García es ginecobstetra. Cuando su prima —a la que quería como una hermana— le dijo que estaba embarazada, se sintió muy feliz. El embarazo parecía avanzar muy bien, pero en el 5to mes de gestación los médicos le dijeron que la bebé venía con varias malformaciones congénitas. Adriana, consciente de lo que suponía el diagnóstico, deseó no tener esos conocimientos que comenzó a sentir como un peso sobre sus hombros. Con este relato iniciamos Los cuerpos también cuentan historias, una serie de historias escritas por profesionales de la salud formados en nuestro curso de Medicina Narrativa.

Cuando era pequeña, en mi casa todos creían que yo iba a ser veterinaria. Nunca me perdí un parto de Mela, mi perra. Ver cómo daba a luz a sus cachorros era, para mí, algo mágico. Sin embargo, las condiciones de salud de mi madre, quien había sobrevivido a un evento cerebrovascular hemorrágico a sus 38 años de edad, por hipertensión arterial crónica, dejándola en constantes chequeos médicos, me alentó a estudiar medicina: quería saber para poder cuidarla.

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En 2005, a mis 17 años de edad, salí de un pequeño pueblito del estado Guárico llamado Altagracia de Orituco, donde nací, a cumplir con esa meta que me tracé. Me gradué en la Universidad de Carabobo en 2011, y de allí me fui a Maracay, donde hice mi especialización en ginecología y obstetricia.

Acompañar a mis pacientes especialmente durante el embarazo y ser testigo del milagro de la vida —ver cómo esa semillita se va desarrollando mes tras mes, y luego ayudarla a nacer— es mi pasión. Pero como en todas las ramas de la medicina, hay retos, dificultades y un lado amargo.

En obstetricia, una de las situaciones más difíciles a las que me he tenido que enfrentar es dar el diagnóstico de una malformación congénita. Hay unas, las más graves, que son incompatibles con la vida extrauterina. El protocolo a seguir en esos casos indica sugerir la interrupción del embarazo. Esto depende también de ciertos criterios: uno de ellos, que la madre tenga 22 semanas (unos 5 meses) o menos de gestación. Ese bebé soñado, anhelado, es, desde el punto de vista científico, un feto no viable. Pero para su familia significa mucho más. Y más adelante lo descubriría con una experiencia que se quedaría tatuada en mi ser.

En enero de 2018, tenía un año de haber terminado mi especialización, al mismo tiempo que llevaba ejerciendo en el Hospital Doctor Egor Nucete de San Carlos, estado Cojedes, cuando mi prima hermana me llamó para contarme que tenía un retraso. “Dame tu fecha de última regla”, le dije. Saqué mis cuentas y le pedí que se hiciera una prueba de embarazo.

Nosotras crecimos juntas, nos llevamos solo un año de diferencia y, aunque ella es hija única, nos consideramos hermanas. Siempre nos veíamos en las vacaciones escolares. Al iniciar bachillerato, mi tía la envió desde Caracas a ese pequeño pueblo donde yo vivía con mis padres, bajo la tutela de mi madre, a quien consideraban una “generala”. Mi tía decía que era lo que más le convenía para su futuro. Así, compartimos más que una habitación por cinco años. Estudiamos juntas. Luego, cada quien siguió su propio camino: ella decidió estudiar educación (su pasión siempre han sido los niños) en Caracas; y yo medicina en Valencia.

Siempre estábamos a un mensaje o una llamada de distancia.

Aquel día, me envió el resultado por WhatsApp. Decía: “Positivo”.

—Hazte una ecografía para estar seguros —le dije.

Ella estaba en shock, y yo, internamente, moría de felicidad.

Lo siguiente que recibí la primera semana de febrero de 2018 fue la foto de la primera ecografía (un embrión de ocho semanas): estaba comprobado, iba a tener a mi primer sobrino.

De los cuatro primos que nuestra abuela crió juntos, ella era la primera en concebir, por eso la llegada de ese primer bebé nos ilusionó mucho. Aprendí a tejer, comencé a coserle lencería y a hacer muchos planes. No vivíamos en la misma ciudad, pero ese no sería un obstáculo para seguir muy de cerca el embarazo. Estaba al tanto de todos los detalles: desde alguna molestia pasajera que sintiera, un antojo que le provocara, un examen de laboratorio o medicamento que necesitara.

Nos iban diciendo que todo iba bien con Amanda (nombre que su papá le había puesto en honor a su abuela). Pero en una consulta de rutina, comenzando los cinco meses, todo cambió: su doctora le comentó que en esa ecografía no se le veía muy bien la mano, y que el corazón no se le estaba desarrollando de manera normal. Buscaron una segunda y una tercera opinión: la bebé no venía bien. No había dudas. Una malformación ósea en el brazo era lo de menos: malformación cardíaca, hepática y digestiva eran sus principales complicaciones. Le sugirieron la interrupción del embarazo, y por lo cerca que estaba de las 22 semanas, debía decidir rápidamente.

Iba enviándome los informes con los diagnósticos que le daban. Yo investigaba, consultaba con colegas y perinatólogos que conocía: todos coincidían en que el pronóstico no era bueno.

Al salir de esa última consulta, me llamó. La sentía nerviosa y preocupada. La escuché llorar como nunca: pude sentir su dolor. Me afectó tanto que mis lágrimas también empezaron a brotar, así que lloré, pero lo hice en silencio, para no afectarla más, porque sentía que yo debía alentarla y apoyarla.

Además, ella me llamaba para saber mi opinión como médico.

Y se supone que los médicos no debemos llorar.

Sabía que se estaba conteniendo e intentando mantenerse fuerte, y que esa era la primera vez que se permitía derrumbarse, así que la acompañé del otro lado del teléfono. La dejé desahogarse y esperé a que se calmara. Cuando estuvo serena, comenzó a hacerme muchas preguntas.

¿Prima, qué tan malo es? ¿Qué significa todo lo que describen en los informes? ¿Y ahora qué? ¿Qué debo hacer?

Como médico sabía que la interrupción era una opción; asimismo, que uno de los principales riesgos que tenía era la hemorragia y, siendo ella del grupo sanguíneo ARh negativo, tipo de sangre que es muy difícil de conseguir, en las actuales condiciones asistenciales donde ni el grupo sanguíneo común estaba disponible, me inquietaba bastante. También he visto lo doloroso que es este proceso tanto física como emocionalmente. Además, era la vida de nuestra bebé, ¿quiénes éramos nosotros para decidir sobre ella?

Soy su prima. No quería verla pasar por esa situación. Se retorcería del dolor por los efectos de los medicamentos para expulsar de su cuerpo a su bebé prematura que inmediatamente moriría. Me asustaba que si decidía llevar el embarazo a término pudiese desarrollar alguna enfermedad como preeclampsia o diabetes gestacional; que su bebé muriera en su vientre o las dos durante el parto.

Todos los escenarios, todos los casos similares que había visto y tratado en esta carrera que tanto amo, llegaron a mí, uno tras otro, como relámpagos del Catatumbo, azotando mi mente y mi corazón.

Y fue en ese preciso momento en que deseé no saber lo que sabía, no tener los conocimientos, porque pesaban demasiado sobre mis hombros.

Recuerdo que lloré mucho. Todavía al escribir esto lloro. Me dolía el dolor de mi prima. Lloraba por ella y lloraba por su bebé, mi sobrina, quien tendría que pasar por muchas intervenciones quirúrgicas que no garantizarían su salud.

Le di mi opinión y al final le dije que oyera a su corazón.

Ella decidió llevar su embarazo a término. 

Los planes ahora giraban en torno a las cirugías que la bebé debía recibir al nacer.

En una neblina de dudas, llegó el 9no mes.


Mi prima me pidió que la acompañara esos días y no lo dudé. Puse mi vida en pausa y me trasladé a Caracas. El seguro no cubría los procedimientos médicos, y para nosotros era impagable. Comenzamos a ir al Hospital Miguel Pérez Carreño, que fue el que más nos recomendaron, ya que tenía una unidad de cuidados intensivos neonatal (UCIN). Por experiencia profesional, sabía que era más conveniente que naciera allí. Empezamos a ir todos los días, y la respuesta que nos daban era la misma: “Vengan mañana, hoy no hay cupo”.

Un viernes le indicaron reposo y que acudiera el lunes.

El domingo 9 de septiembre de 2018, apenas amaneciendo, mi prima me despertó. “Tengo un rato con molestias y ya son más fuertes”, me dijo. La examiné. Tenía cinco centímetros de dilatación. Recogimos las cosas y nos fuimos al hospital. El camino se hizo eterno y las contracciones comenzaron a ser constantes. Al llegar, solo ella podía pasar; todos, incluyéndome, debíamos esperar afuera.

No supimos nada más.

Estábamos en el área de espera cuando escuchamos que nos solicitaban. Por fin me dejaron pasar. Llegué a la emergencia ginecobstétrica y pude ver a mi prima. Estaba sentada en una silla de ruedas. Tenía una bata azul, un gorro y un cubrebotas. Venía del quirófano. Me pidieron que la ayudara a vestirse. Nos dijeron que no la podían recibir porque no había cupo en la UCIN, y el anestesiólogo no iba a ponerle la anestesia para la cesárea sin un neonatólogo que recibiera a la bebé. 

Muchas preguntas cruzaban mi mente.

¿A qué otro hospital la llevamos? ¿A dónde vamos a encontrar un cupo, si todos los hospitales con terapia intensiva neonatal están colapsados?

Hice la única pregunta que me podía responder en ese momento la residente:

—¿Cuántos centímetros de dilatación tiene?

—Tiene 8 centímetros —me respondió contrariada.

Eso significaba que en unas tres horas alcanzaría lo que en obstetricia llamamos dilatación completa, es decir, los 10 centímetros. Inmersa en mis pensamientos escuché a lo lejos que la residente nos dijo: “No es por nuestro servicio que no vamos a proceder con la cesárea”.

—Lo entiendo —le dije—. Soy ginecobstetra; si fuese por la cesárea, la operara en el hospital donde trabajo.

—¿Y dónde trabaja?

—En San Carlos, Cojedes —le respondí con indiferencia.

—Mis padres son ginecobstetras y trabajan allí también —me comentó intrigada.

Sin decirme sus nombres, ya sabía a quiénes se refería: había tenido la oportunidad de conocerlos y conversar con ellos. Eran personas amables, con un largo camino de experiencia que los hacía ser reconocidos dentro del servicio. En algún momento, entre conversaciones de quirófano, me habían comentado que una de sus hijas se estaba especializando en ginecobstetricia, como ellos; y que era residente de posgrado en Caracas.

Casualidad, un milagro, circunstancias…

Ahí estábamos. La miré esperanzada.

—Espéreme aquí, doctora, voy a acudir a la dirección del hospital esta vez.

Mi prima fue operada: Amanda nació y, aunque no había cupo, fue recibida en terapia intensiva. Me puse mi bata, me coleé por los pasillos, llegué a la UCIN y me dejaron verla. La detallé: era una bebé hermosa, rozagante.

Recuerdo que el trato en esa unidad por parte de los especialistas no fue muy cortés. “Tú eres la familiar médico”, me dijeron con cierta ironía, haciéndome sentir su molestia porque les habían impuesto a una nueva paciente. Y los entendía muy bien, como médico también había experimentado situaciones como esa.

Esta vez estaba del otro lado.

Luego fui a la sala de parto. Mi prima seguía allí, ya habían pasado ocho horas y todavía no había cama disponible en el área de hospitalización de maternidad. Al parecer, las camas eran negociadas por los camilleros. La residente que ya me conocía me prestó un mono quirúrgico y me dejó pasar. En un rincón estaba mi prima en una camilla. Todavía llevaba la bata, el gorro y los cubrebotas. Se emocionó al verme. Le hice señas para que no hablara, le puse un supositorio para el dolor, la ayudé a comerse una sopa que le había hecho una amiga. También la ayudé a cambiarse, le enseñé una foto de la bebé, ella me enseñó otras que le pidió a un estudiante que le tomara al nacer.

Después me fui, agradeciendo y nunca habiéndome sentido tan satisfecha de haber elegido esta profesión.

El centro no disponía de los especialistas necesarios para las patologías que tenía la bebé. Conseguir uno que no era tarea fácil, pero mientras esperábamos en el cafetín me reencontré con un colega. Estudiamos medicina juntos en Valencia, hacía un poco más de 10 años, y no lo había vuelto a ver. Estaba haciendo posgrado en cirugía cardiovascular en otro hospital y estaba de pasantía allí. Le conté nuestro caso y prometió presentárselo al especialista de su servicio.

Al día siguiente, Amanda estaba siendo valorada por el cirujano cardiovascular, luego llegó un cirujano pediátrico, y un cardiólogo pediátrico que, de otros centros, se trasladaban a pasar interconsultas en ese hospital. La anexaron a una lista quirúrgica y, al tercer día de nacida, Amanda estaba siendo intervenida. Le operaron su esófago, que estaba cerrado y no llegaba al estómago. Se descompensó en quirófano, pero salió estable y, al final del día, nos dejaron verla. Me impresionó el cambio que tuvo. Se veía débil, tenía la piel gris, estaba pálida. Supe que no iba bien, pero callé para no angustiar a mi prima y nos fuimos a casa.

Me preocupaba que, apenas a tres días de la cesárea, mi prima no había podido tener reposo. El día anterior, la había sacado del hospital bajo mi responsabilidad. Porque solo estaba ocupando una cama; el tratamiento que tenía eran antibióticos y analgésicos que le habíamos comprado los familiares. También temía por una depresión posparto (que es muy frecuente, y más con el nivel de estrés y el boom de hormonas que nos vuelven más susceptibles en esta etapa), pero allí estaba ella, férrea, resistente, impulsada por ese motor de amor que era su hija. 

A la mañana siguiente, mientras nos alistábamos para ir al hospital, mi prima recibió una llamada.

Le dijeron que Amanda había tenido un paro cardiorespiratorio y que había muerto.

“Ahora ella es un ángel”, me dijo.


Nos abrazamos, lloramos y nos fuimos al hospital. Nos dieron una explicación médica muy breve. Nos entregaron sus cosas y fuimos a la morgue.

Sus papás querían verla y yo los acompañé.

La vimos: era una bebé pequeña, pálida y tierna. Su madre la tomó en sus brazos por primera y única vez. Yo ayudé a vestirla y la dejamos envuelta en su manta.

En la ceremonia de su funeral, la bautizamos. Fui su madrina.

Después fue cremada.

Sus cenizas hoy revolotean esparcidas en el Ávila.

Mi prima sufrió una fuerte depresión. Yo la acompañaba al otro lado del teléfono, escuchándola mientras se desahogaba. A veces lloraba; su vida se había quedado sin sentido, su motor se había apagado. Extrañaba a esa pequeñita que la acompañó desde dentro durante nueve meses; ahora no solo veía una cuna vacía, también se sentía vacía por dentro y muy sola.

Pero poco a poco fue mejorando. Con meses de terapia, apoyo y amor fue encontrándose de nuevo.

Un día me dijo: “Mi hija fue toda una guerrera, yo también voy a luchar, aunque no la veo, sé que me acompaña”.

Ahora recordamos y honramos a Amanda como un ángel, una inspiración, con un paso breve, sutil pero fuerte, lleno de mucho amor. Su alma no pudo con un cuerpo tan limitado: ahora es libre y eterna.

Esa pequeña bebé me enseñó que, aunque la vida a veces puede ser muy breve, y no siempre tiene el final que esperamos, está colmada de pequeños milagros. Desde entonces, veo en cada una de mis pacientes embarazadas el reflejo de mi prima. Sé lo importante que puede ser un bebé para una familia.

Eso es lo que Amanda me enseñó.

Por: Adriana García

Ilustraciones: Celina Guerra

Esta historia es parte del seriado “Los cuerpos también cuentan historias: relatos escritos por profesionales de la salud”, producido por La Vida de Nos y cedido para su republicación.

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