Siente que la vida le asesta golpes muy seguidos

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Alguna vez Jacqueline Arteaga tuvo una casa propia, que levantó con el padre de sus hijos en una comunidad del estado Aragua colindante con el lago de Valencia. Al amanecer de un día de 2018, luego de unas lluvias torrenciales, el río cercano se desbordó y quedó damnificada.

Jacqueline Arteaga trabaja seis días a la semana, desde las 6:00 hasta las 11:00 de la mañana, vendiendo café en las calles del barrio Campo Alegre, de Maracay, estado Aragua, con un termo que le regaló uno de sus hijos. Estos son tiempos duros para ella. Ha tenido épocas mejores en las que contó con empleo y casa propia.

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Este mediodía de noviembre de 2021 regresa a la habitación alquilada que comparte con uno de sus tres hijos y encuentra la puerta abierta. Supone que su hijo ha vuelto, pero le extraña la hora. Al entrar en la pieza, se fija en que falta la bombona de gas, una licuadora, los zapatos que acaba de comprar para regalarle a su hija de 17 años y otros artículos: se angustia al darse cuenta de que ha sido víctima de un robo. Ahora es una cifra más de la inseguridad que en los últimos años ha ido creciendo en el barrio. Se asusta, le tiemblan las piernas.

Siente que la vida asesta sus golpes muy seguidos.

Unos 30 años antes, cuando apenas tenía 15, la vida de Jacqueline tomó un rumbo que ahora a ella le parece “muy loco”. Todo comenzó como una inocente solicitud para ir a una feria en compañía de sus hermanas y varios muchachos. Uno de ellos habló con Aleida, su madre, para solicitar el permiso respectivo, pero esta se negó de forma rotunda.

—Usted todo el tiempo con su peo. Nunca deja salir a esas muchachas para ningún lado —le dijo el joven a la señora.

Al día siguiente, ella denunció al muchacho en la policía, y este volvió a reclamarle.

—¿Por qué celas a esa muchachita de mí? Si quieres, me la llevo.

—¡Sí, llévatela! —le respondió la mamá.

Mientras tanto, Jacqueline, con miedo a intervenir, se preguntaba a sí misma por qué se la iban a llevar. Por supuesto, conocía al muchacho, que tenía 21 años, como uno más con los que conversaban ella y sus hermanas en la cuadra. Pero no existía ninguna relación especial entre ellos.

—Sí, yo me quiero casar con ella —dijo el joven.

—Ah… ¡Te quieres casar con ella!

Al día siguiente, la llevó con el muchacho a una prefectura de Mariara, en el vecino estado Carabobo, para que los casaran.

Así, a los 15 años, sin saber leer ni escribir, sin haber pasado por la etapa del noviazgo, casi sin haber salido más allá de la puerta de su casa, Jacqueline Arteaga se encontró casada y viviendo con alguien que apenas conocía, en una habitación alquilada en el mismo barrio de Maracay donde había transcurrido su infancia.

Dos años después, al momento de nacer su primer hijo, ya se había mudado tres veces, siempre sin salir del barrio. En ese momento, una vecina le avisó que estaban invadiendo unos terrenos en el sector Aguacatal —los últimos terrenos de Campo Alegre, colindantes con el lago de Valencia— y que le habían reservado una parcela. De inmediato, Jacqueline y su esposo se dirigieron al sitio indicado donde los esperaba una vecina que luego se convertiría en comadre.

A partir de entonces, todos los días, mañana y tarde, Jacqueline iba a la habitación donde vivía alquilada a cocinar, comer y asearse para luego regresar al terreno a dormir en carpa y hamaca con su hijo de 9 meses.

Los “invasores” tenían que permanecer en el terreno porque los dirigentes de la “toma” pasaban lista de asistencia de día y de noche. Quien no estuviera presente podía perder su derecho a una futura vivienda. Aunque se turnaba con su esposo para quedarse durmiendo en la parcela y cuidarla, la mayor parte del tiempo lo hacía ella ya que él tenía que trabajar.

La alcaldía terminó comprando el terreno a sus dueños y el 28 de diciembre de 1993 les entregaron los títulos supletorios a quienes lo habían ocupado durante un año.

Ya asegurada la propiedad del terreno, Jacqueline y su esposo comenzaron a construir un ranchito de zinc y madera: un cuarto donde dormían los tres en una misma cama y un pequeño espacio para la cocina. Poco después agregaron una salita y otro cuarto. Como su esposo había conseguido un buen trabajo, lograron ahorrar algo de dinero que invirtieron en unas vigas de riostras y unas columnas para hacer dos cuartos más.

Al cabo de cinco años, la alcaldía inició un plan de viviendas: construirían las casas donde en ese momento solo había viviendas precarias y los dueños continuarían pagando una pequeña mensualidad durante varios años. Pero ellos no tenían el dinero ni siquiera para la cuota inicial. Y además su esposo se negaba a participar porque implicaba tumbar lo que ya había hecho. Decía que le había costado mucho levantar esas vigas y esas columnas para tener que quitarlas para hacer la nueva casa.

Aunque no estaba de acuerdo con ese razonamiento, Jacqueline sentía que si él no quería, ella no podía hacer nada. Fuera de la casa manifestaba resignación ante la decisión del esposo, pero su falta de conformidad se manifestó primero en forma de ruegos y llanto continuo; y finalmente, en forma de reclamos y peleas que se convirtieron en parte de su vida cotidiana.

La respuesta del esposo era invariable:

—¡Tanto que me costó hacer esas columnas!

Pero un día, tocaron a su puerta.

Cuando Jacqueline abrió, tenía enfrente a la madre superiora del grupo de monjas de la iglesia de la comunidad.

Jacqueline, sorprendida y un poco asustada, la recibió.

—¡Y eso, usted por aquí, hermana! Pase adelante y siéntese, que ya le traigo un café.

—Vengo a hablar con usted, Jacqueline… ¿Usted cree en Dios?

 —Sí… bastante.

La monja le entregó un sobre blanco (que Jacqueline todavía conserva) y le dijo:

—Aquí le manda el Señor para que usted mueva las gestiones de su casa.

Inmediatamente después se marchó.

En el sobre había dinero. Alguien le había contado a la madre superiora la situación de su familia y por eso tuvo la iniciativa de llevarle ese regalo.

Un regalo que, en efecto, Jacqueline siempre sentiría como mandado por Dios.

Sin embargo, no pagó la cuota inicial de la casa, sino que utilizó el dinero para terminar los dos cuartos que había empezado: frisar, techar.

Al fin podía decir que tenía una vivienda propia. Y en mejores condiciones.

La vida no se detiene.

Siempre nos trae cosas nuevas, buenas y malas.

Sus hijos crecieron; el mayor, a los 12 años, fue a vivir con una tía paterna y Jacqueline mantuvo con ella a los dos más pequeños. Tuvo varios trabajos, algunos mal pagados y otros mejores. Y el matrimonio de Jacqueline se acabó: las peleas constantes y las borracheras del esposo acabaron con lo que pudo haber existido. A pesar de su matrimonio prácticamente forzado, con la convivencia había crecido entre ellos un afecto que podría ser amor, pero la misma convivencia destruyó esa relación.

Parte de las costas del lago de Valencia están en Maracay, ciudad que no deja de verse afectada por las continuas inundaciones de ese cuerpo de agua. El problema es viejo y no ha sido resuelto por ninguna de las sucesivas autoridades del gobierno regional ni municipal, a pesar de las muchas promesas.

En 2017 construyeron un muro de contención en el río Madre Vieja, que divide en dos el barrio de Jacqueline. Sin embargo, eso no evitó que unas fuertes lluvias de 2018 provocaran el desbordamiento del río y la entrada de aguas del lago, inundando las casas de tal manera que sus habitantes se encontraron con que les llegaba a la cintura.

Las inundaciones son recurrentes en distintos barrios de Maracay, y Campo Alegre ha pasado por más de una emergencia en los últimos años. Es una situación que se ha agravado con el paso del tiempo y que se sigue manifestando en el presente. Por eso, cuando las lluvias se hicieron persistentes, Jacqueline y su familia, así como otras de la comunidad, ya habían sacado gran parte de sus bienes porque, desde días antes de la inundación, esperaban que el agua se metiera en sus casas de un momento a otro.

Jacqueline alquiló una habitación en otro sector más seguro cerca de donde vivía y allí guardó las pocas cosas que tenía. Las que eran demasiado pesadas o voluminosas las resguardaron montándolas en partes altas que habían preparado con cabillas entre las paredes.

La inundación ocurrió temprano en una mañana del mes de octubre de 2018, pero la ayuda de la gobernación del estado y otros entes públicos no llegó sino hasta las 8:00 de la noche. Aproximadamente, más de la mitad de los habitantes del barrio fue trasladada a las instalaciones de la 42da Brigada de Paracaidistas, ubicada en la avenida Bolívar de Maracay.

En el refugio Jacqueline soportó tres días porque no había condiciones para una familia: allí no se le guardaba comida a nadie; así que los que trabajaban o estudiaban quedaban sin comer porque no estaban a la hora en que se servía. Todos vivían y dormían en un solo galpón lleno de literas unas al lado de otras. Pocos baños para tanta gente era algo insoportable: no había higiene.

Cuando dijeron que los dueños de casa podían irse si querían, que los que debían permanecer eran los que vivían en casas o habitaciones alquiladas, Jacqueline decidió salir de allí con su familia, y se fue para la pieza que ya había arrendado.

Su intención era volver a su vivienda cuando bajaran las aguas, pero se encontró con que las aguas negras que caían al lago se devolvían porque su nivel estaba por encima del barrio. El olor a cloacas putrefactas era intenso. La zona se convirtió en un foco de contaminación, de insectos y ratas.

Al poco tiempo de estar viviendo en la habitación, perdió el trabajo porque la empresa cerró y cuando le pagaron la liquidación, lo que coincidió con la última reconversión monetaria, se devaluó y se convirtió en sal y agua. Esto le impidió seguir pagando el alquiler y se mudó a casa de su madre. Un año después, en 2020, volvió a la habitación alquilada previamente y comenzó a trabajar por su cuenta vendiendo café y agua que extrae de un pozo.

Estaba planeando comenzar a vender chicha cuando ocurrió el robo que haría más precaria su vida.

Como ya no se sentía segura en su habitación, ese mismo día se trasladó con sus poquísimas pertenencias a otra casa donde le ofrecieron refugio. En ese momento de desconsuelo y rabia, le dijo a uno de sus profesores del liceo de adultos donde estudiaba que ojalá los pranes tomaran el control del barrio para poder vivir tranquila, a pesar de que sabe que la seguridad que estos imponen no es una solución.

—Es duro —dice— cuando uno consigue las cosas con tanto sacrificio para después perderlo todo; ahorita no es fácil volver a empezar.

A pesar de ese sentimiento donde se aúnan la frustración y la desesperanza, Jacqueline, una mujer trabajadora y apacible, conserva los deseos de superación que la llevaron a estudiar en un liceo nocturno de jóvenes y adultos para motivar a su hija que había abandonado el sistema escolar. Ambas se graduaron de bachilleres en julio de 2022. Y aún continúan en ese refugio donde las acogieron, seguras de que una vez más tendrán que desplazarse.

Texto y fotografías: Antonio Claret

Esta historia es parte del seriado “Desplazados”, producido por La Vida de Nos y cedido para su republicación.

https://www.lavidadenos.com/losdesplazados/siente-que-la-vida-le-asesta-golpes-muy-seguidos /

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