Una invitación a reflexionar sobre “el otro” y a agradecer

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Escrito por Milagros Urbano

@Milagrosurb

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Tengo el privilegio de ser inmigrante en un país en el que, a pesar de lo convulso que puede parecer y de algunos brotes de xenofobia en contra de venezolanos que se ven en las redes, la vida como mamá de dos niños pequeños, un varoncito de 3 y una bebita de 8 meses, transcurre con completa normalidad. Así que la rutina de levantarme, hacer desayuno, jugar con los niños, que el de 3 añitos haga la tarea que el jardín envía por correo, verificar si la fecha del día en que me despierto es par o impar -porque, dependiendo de eso, debe salir mi esposo o yo a comprar lo que haga falta-  no han generado hasta ahora una crisis emocional. Pero es justamente al salir y no ver a otros venezolanos con sus niños pidiendo a la entrada del supermercado comienza la revuelta emocional que provoca pensamientos como: ¿se habrán ido?, ¿cómo estarán haciendo?

Esta situación me ha hecho pensar más en “el otro”, esos con los que, a pesar de compartir la nacionalidad, son más ajenos a mí en una situación en la que prácticamente no se puede ni hablar porque el tapabocas es incómodo, no debe haber contacto y cada quien vive en una paranoia constante ante el contagio de un virus que incluso puede ser mortal. Para los que tenemos niños pequeños, la paranoia en situaciones como la actual es una constante. “Otredad” los describe mejor en este momento y más a aquellos que no son venezolanos, al menos en mi caso que, ante la poca ayuda que pueda brindar, si he de escoger a quien, pues la doy a venezolanos.

Antes de salir al supermercado meto en una bolsita alguna ropita de la bebé que ya no le sirve a ver si hoy, día par, que corresponde a mi género, veo a alguna familia de venezolanos con niños a quien regalársela. Mientras mi esposo juega con los niños, le comento sobre lo que voy a escribir, porque la verdad es que desde que migramos estamos muy cómodos, así que, aunque nunca faltan las anécdotas llenas de angustia o las muy divertidas, un artículo sobre nuestra rutina en situación de pandemia sería aburrido.

A las 10:30 am llego al supermercado y compruebo que, una vez más, mis compatriotas no están en la calle, pidiendo. Pienso en que eventualmente podré regalar la ropita de la bebé.

A eso de las 11:30 am llego a la casa y mientras organizo lo que compré, mi esposo me pregunta si no me parece que el tema del que le hablé antes de salir es trillado, sonríe. Siempre hablando de esa bendita empatía con los que más necesitan, en especial, venezolanos muy vulnerables y la verdad es que uno hace casi nada al respecto.

¿Trillado? No, la solidaridad nunca es un tema trillado. La necesidad del otro debería ser fuente inagotable para reflexionar y más en este momento, le digo.

A las 12 pm prendemos el televisor y comenzamos a ver la emisión meridiana del noticiero y, casualmente, la periodista prepara a la audiencia para unos conmovedores videos de nacionales que se han quedado varados en el exterior. Una joven en La India, que estaba haciendo un curso de yoga; un par de jóvenes en Canadá, que estudian inglés; otro en Australia, cuyo alquiler se ha vencido y lo quieren desalojar; una pareja en un crucero. Todos lloran, todos temen un brote de xenofobia en su contra, todos le piden a su gobierno, uno que, a diferencia del venezolano, sí garantiza los derechos de sus ciudadanos, que los ayuden a regresar. La periodista cita lo dicho por la cancillería del país sobre el esfuerzo que harán para que puedan pasar la cuarentena en casa.

No puedo evitar reír irónicamente y decir: ¡Carajo, temen la xenofobia! ¿Y si fueran venezolanos de los que piden en la calle y que han desalojado de sus habitaciones?, ¿de los que se han tenido que ir a pie? Esos sí que pasan trabajo.

Mi esposo, muy serio, me increpa: ¿cómo vas a hablar de empatía si eres tan selectiva? . Siento vergüenza ante su pregunta, sonrío y hago silencio.

Recuerdo entonces un artículo de la psicoanalista y escritora Constanza Michelson sobre cómo la empatía se ha exacerbado como fundamento desde el punto de vista político, “porque la empatía es caprichosa, prejuiciosa (no se tiene empatía por todo el mundo)”. Vaya, el recuerdo perfecto, en el momento adecuado, que me confronta conmigo misma y con tener que darle la razón a mi esposo.

¿Tengo razón o no tengo razón?, se ríe mi esposo en medio de la algarabía de los niñitos pretendiendo imponer, en todo momento, una dictadura de Disney, Peppa Pig y BabyTV.

Sí, sí la tienes. Me hiciste recordar a mi mamá.

Mi mamá fue el pilar de una familia un tanto disfuncional. Unida, amorosa, pero disfuncional. Una señora que siempre observaba a la gente e intentaba “ponerse en sus zapatos”, preguntándose: “¿qué se sentirá eso que vive es señor?”, “¿qué se sentirá…?”. Era algo que le resultaba tan natural e inevitable que lo hacía incluso estando sola, para luego comentarnos sobre la angustia que sintió en aquellos “zapatos” ajenos.

La recuerdo, de hecho, cuando comienzo a escribir este pequeño artículo, porque nos enseñó que nada mejor que momentos difíciles para aprender. Que eran incluso mejores para los privilegiados, que tienen el tiempo y un ambiente agradable (a pesar de una dura situación) para ejercitar la mente poniéndose en las circunstancias que viven otros. Así que, rápidamente, hago el esfuerzo por concentrarme en medio del ruido de las noticias, mi esposo susurrando no sé qué cosa y los niños jugando. Logro hacer volar la imaginación hacia la vida de aquellos de quienes acabo de burlarme, esos que no son mis connacionales, pues, para mí, cuya empatía es igual de caprichosa y selectiva que la de ese artículo que me gustó tanto, los míos tienen prioridad.

Comienzo a sentir la adrenalina de tan solo imaginarme desamparada en países como Australia o La India, desesperada, con la barrera de un idioma que, aunque se domine, sea distinto al mío complica todo. Me siento fatal y entiendo la dimensión del ejercicio en un momento como este.

¿Qué pasó? ¿Te sentiste mal por burlarte?

Sí, le respondo a mi esposo; y refuerzo mentalmente una frase que no sé de donde salió, pero que tras la muerte de mi mamá ha cobrado mucho sentido. “La muerte da vida”, es decir, de la muerte, del dolor que nos deja, aprendemos, valoramos, comenzamos a ver los miembros de nuestra con otros ojos; y ese aprendizaje también es vida.

Puede que sea una simpleza, una utopía, una invitación más entre tantas que se leen en Twitter u otras redes, a ser más nobles, menos represivos con quien piensa distinto o, como me dijo un amigo una vez, una forma de encontrar consuelo en el hecho de que otros estén peor. No sé realmente si el mundo va a cambiar, muchos economistas advierten que debería, sociólogos y filósofos dicen que es un hecho, colapsólogos, expertos estos últimos en una nueva disciplina, “colapsología”, nacida en Francia y vinculada al cambio climático, que pregona sobre la necesidad de una toma de consciencia social sobre lo industrializada de nuestra civilización, según leí.

No creo que eso ocurra del todo, pero, de cualquier manera, necesitamos un mundo más fraterno de lo que ya es. Así que me arriesgo a invitar a reflexionar sobre la situación de quienes se han quedado varados en otros países, lejos de su familia; de los inmigrantes, sean de donde sean; de los que no tienen dinero para pagar una renta, de los que tienen frío, miedo a contagiarse, de los que tienen hambre, de los que tienen todo, pero el encierro les causa mucha ansiedad; y agradecer por lo que tenemos. Que sea pensar en el “otro” lo que nos acerque en la distancia, como esas campañas hechas con “hashtags” tan bonitos que se ven en algunos canales de televisión cuando invitan a quedarse en casa, “JuntosEnLaDistancia”, “ContigoEnLaDistancia”, y alguna otra que no logro recordar.

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