Infancias con olor a pabellón militar. Tardes de juegos en trasteros penumbrosos. El prurito proteccionista de unos padres en cuyos oídos todavía reverbera el disonante sonido de una guerra fraternal. La niñez como un trayecto de besos caníbales, confites como minas, caricias como cilicios, sonrisas heladoras, premios que nunca llegaban.
Pero también huida, alienación, delirantes madrugadas narcotizadas por el voluptuoso hálito de South Beach, nubes rosáceas o sensuales pitonisas.
El multidisciplinar artista pop mallorquín Jaime Roig de Diego desnuda en Cristobal Cool- On, viajero esp@cial Ediciones Azimut, con prólogo del director Marcos Cabotá su insondable psique warholiana, introduciéndonos en un palpitante laberinto de emoción y cromía, donde ayer, hoy y mañana, se funden a través del destellante visor de su creatividad.
Una mente sinestésica que regurgita imágenes luminosas en tonos pastel entretejidas con arpegios del mejor pop-rock, y sentidos guiños a la iconografía mallorquina, donde todavía habita aquel infante superviviente en un mundo demasiado áspero y brutal para una extrema sensibilidad.
El párvulo alejado de lo canónico, alienígena en un cosmos que no le comprende. Un trayecto alucinatorio por los desvaríos atávicos que diseñan nuestro yo. Un desafío socarrón a viejos fantasmas. La alocada lucidez de quien ansía abrir sin rebozo las compuertas de su alma.
Cristobal Cool-On es, como toda literatura que se precie, un viaje a través de uno mismo. Y radica en el grado de autenticidad, de bizarría del autor al adentrarse en los recovecos más turbadores de su encéfalo, la belleza del texto y su capacidad para conmover.
Para quienes amamos la transgresión y repudiamos lo convencional, la prosa de Roig de Diego es una bienvenida insania. Una ráfaga secuencial deliberadamente anárquica, que alterna lo real y lo imaginario, y escruta intensamente el enigma de los tiempos: ¿Por qué soy como soy?
Mediante una narrativa envolvente, que insta cual thriller a una completa atención, bajo el riesgo de que un simple pestañeo nos prive de alguna clave, no solo relata, sino que dibuja la forma, colorido, textura e incluso las inflexiones de voz, acercándonos con verismo a los personajes, con una trama que entrevera vívidas remembranzas con pinceladas de la más exquisita frivolidad, de ese sibaritismo de gourmet que solo una cutícula sensible puede paladear.
Su humor no elude la tribulación, sino que la enfrenta con agudeza, caricaturizando y desdramatizando, buscando constantemente la presencia de esa madre, etérea y tangible a la vez, germen de una singularidad que es bendición y tormento.
Decía Anäis Nin que Escribimos para saborear la vida dos veces. Las evocaciones infantiles y pubescentes son el pináculo de la novela. Tras la guasa, la fina ironía y los chispeantes paisajes oníricos subyace una penetrante nostalgia, la plena percepción de una dolorosa evanescencia: los momentos nunca vuelven.
Una lectura en suma muy recomendable para evadirnos. Como bien apuntó el autor en su presentación: Un libro es el mejor platillo para escapar del mundo.
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