En México hay poco optimismo. A cuatro años del regreso del PRI a la presidencia, la realidad social sigue incambiada y el aparato gubernamental muestra una regresión democrática significativa. La campaña que llevó a Peña Nieto a Los Pinos planteaba que el partido que gobernó a México 71 años había sufrido una renovación política y moral importante; su regreso al poder no era una restauración del régimen sino una renovación de éste. En México nadie se creyó esa historia y gracias a ello el PRI logró regresar al poder. Esa fue la gran ironía de la campaña priista; su incapacidad de convencer al electorado de que el PRI había cambiado fue una de las razones de su eventual triunfo. En la obtusa lógica de muchos votantes, el PRI era un partido corrupto y antidemocrático pero efectivo. Sus electores no buscaban votar por un partido reformado sino por el mismo que había gobernado México en esa extraña forma de dictadura perfecta. que describió con tino Mario Vargas Llosa. Son corruptos pero saben cómo resolver los problemas. fue el mantra social que los regresó al poder.
A cuatro años de la elección, el mantra se demuestra equivocado. El PRI ha gobernado con los grandes vicios que lo volvieron una maquinaria perfecta de corrupción, pero ha sido incapaz de adaptarse a un mundo abierto y con contrapesos. Los métodos que les funcionaron durante su apogeo, hoy son causa de ridículo. En ese sentido su estrategia ha sido fallida: su formación rígida los vuelve torpes al lidiar con una opinión pública dominada por las redes sociales; su política de oscurantismo los evidencia constantemente en un mundo que anhela transparencia. En ese sentido el PRI enfrenta un doble problema; por un lado se han dado cuenta que es insostenible gobernar en la absoluta oscuridad, pero por el otro, salir completamente expondría a un sistema que ha sido construido a base de ella. Su solución ha sido una apertura a medias, y su estrategia ha acabado por golpearlos. Las auto-investigaciones sobre el conflicto de intereses de la Casa Blanca, la verdad histórica de Ayotzinapa y su contrapropuesta de Sistema Nacional Anticorrupción los han dejado en ridículo porque demuestran que su idea de la transparencia es selectiva y por lo tanto disfuncional y evidentemente simulada.
El resultado ha sido un desánimo social generalizado. La pobreza sigue igual y la desigualdad sólo ha crecido; el problema de la violencia no se ha resuelto y las reformas no han traído el progreso prometido. Para el país nada ha cambiado; el PRI y el gobierno federal siguen viendo a la ciudadanía con condescendencia y cada vez más, acotan los espacios de la democracia. En ese contexto, el presidente de México cree que la causa del enojo de millones de mexicanos con su gobierno se debe únicamente a un pesimismo sesgado. En un discurso la semana pasada, el presidente pidió a los mexicanos ver el lado bueno de las cosas. El discurso del Presidente hacía eco de uno en que unos días antes un Secretario de estado había invitado a los ciudadanos a abandonar el pesimismo: vale la pena que dejemos el mal humor, vale la pena que dejemos la crítica sin fundamento tenemos mucha suerte, hoy, de que el presidente Peña Nieto sea el presidente de México.
Las declaraciones de ambos funcionarios parecían provenir de una realidad alterna. El eufemismo de Peña Nieto para describir el sentir de muchos mexicanos demuestra la insistencia con la que el gobierno ignora su entorno y realidad. En marzo una editorial de la revista The Economist describió a la élite política mexicana como una que no entiende que no entiende. Las pruebas siguen abundando de que el diagnóstico de la revista inglesa fue más que atinado. Ante el enojo popular, el presidente contrapone un concepto: el mal humor. Su descripción del sentir nacional demuestra una vez más su política de la verdad a medias; la de la simulación.