No deberíamos engañarnos con Donald Trump. Por mucho que sea cierto que jamás será prudente adelantarse, luce cuesta arriba plantearse el beneficio de la duda. No parece muy fundamentado aguardar por un comportamiento distinto ahora que ha quedado investido de Presidente. Puede que no todos los planteamientos inquietantes se cumplan, pero existe una enorme posibilidad de que parte de sus errados enfoques y antojos personales intenten llevarse a la práctica. Podrían costarnos caro.
Estados Unidos ha elegido, ya se ha dicho, a un populista hecho a su medida. Le toca ahora enfrentar a su propio engendro. El fenómeno que ha hecho posible el asenso de Trump no es aislado. Crepita en otras sociedades. La irrupción de Trump forma parte de una fenomenología reciente, el populismo carismático xenófobo del mundo desarrollado. A ella pertenecen, a su manera, Boris Johnson, en el Reino Unido, y Marine Le Pen, en Francia. Es probable que sus horizontes morales y sus escrúpulos democráticos sean notoriamente más estrechos que los de sus predecesores. Trump, un ego sin ilustración, acostumbrado a hacer las cosas como le da la gana, ha hecho un estrafalario planteamiento antisistema que ha encontrado un sorprendente eco en la sociedad estadounidense. Ha protagonizado, además, una campaña electoral de contenido político muy pobre, que ha encontrado eco en sectores descontentos del universo obrero blanco de la clase media.
Puede que Trump haga amistades con Putin y el liderazgo chino, fagocitando intereses y voluntades, descuidando los dilemas democráticos de sociedades más pequeñas. No tiene nada de raro que haga un planteamiento extremadamente proteccionista, con consecuencias económicas claras, y que obre de forma irresponsable en materia ambiental. Su postura, su simplismo, su misogonia y sus excesos verbales, avizoran, si no hay contención, nuevos episodios de tensión racial. Para quién esto escribe queda completamente claro que, si bien no se trata de aguardar temores exacerbados, Trump es el resultado del pronunciamiento de los sectores más oscuros de la sociedad estadounidense. Una enorme interrogante se abre sobre lo que pueda ocurrir en arcos políticos tan delicados como el Oriente Medio; Corea del Norte; la Islamofobia; las relaciones con Turquía; la Unión Europea; Africa; la guerra con Isis. La tensión intercultural norte-sur se puede agravar de forma nada deseable bajo su influjo.
Tendrá Trump sus equilibrios, por supuesto. No es este un populista que llega, como sí otros, a una sociedad desmantelada. Muy al contrario. Se enfrenta a una esquema en el cual una parte importante de país desconfía profundamente de él. Esto incluye sectores notorios del propio Partido Republicano. La sociedad estadounidense, a través de sus poderosas instituciones, hoy puestas a una de sus grandes pruebas, le coloca a Trump límites claros en su desempeño, que ciertamente aminorarán la carga de su presencia y sus potencialmente explosivas disposiciones-.
No tiene sentido, sin embargo, desconocer los riesgos en el recalentamiento del debate público, en la agudización de las tensiones internacionales, en la polarización política, vicio crónico del debate moderno, más vigente que nunca ahora con la salida de Barack Obama, acaso uno de los mandatarios más brillantes y completos de toda la historia de ese país.
No son pocos los observadores que advierten, que los Estados Unidos se enfrentan, incluso, a la posibilidad de una inusitada deriva autoritaria, fundamentada en el supremacismo y la xenofobia, en un mundo en el cual comienza a expandirse, por la vía electoral, el desprecio a la democracia representativa, a los pactos políticos y a los sistemas formales de partidos.