Un día feliz

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Ayer tuve la ronda más feliz de quimioterapia de las doscientas y pico que llevo. Digo feliz y no emotiva. La que más me ha conmovido fue cuando llegué a las doscientas. Cuando entré a la sala, el equipo me esperaba de pie aplaudiendo y aplaudiendo como si se tratara del recibimiento de un maratonista. Me regalaron un marcalibros y un globo. No hubo abrazos, gracias a la distancia social que ya había impuesto la pandemia. Pero cuando vi a Tammy, mi budha de ébano, la abracé. Me deshice en lágrimas, como una niña chiquita entre sus brazos.

Ayer fui muy feliz porque hice trampa. No como la vez aquella que me comí la tira de chicharrón o las tantas veces que he engullido una tartaleta de manzana o un brownie con helado. Ayer, mientras Bethany, la enfermera me conectaba a la yugular esteroides, remedios para las náuseas, vitaminas y el cóctel de la quimio, yo atendía feliz una clase de literatura. Me perdía en frases y explicaciones sobre un relato de Cortázar. 

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A Bethany le extrañó mucho que no le diera chachara durante el tiempo que pasa conmigo en el cubículo, sobre todo porque jamás he atendido la norma del hospital que prohíbe que se establezcan conversaciones de índole personal con los trabajadores, cosa que además de aburrirme profundamente no va con mi naturaleza. Si hubiese acatado ese mandato, jamás hubiese conversado con Mayra sobre su hermana que, al igual que yo, vive con esclerosis múltiple y la lleva calle abajo por una empedrada tristeza. No supiera que Bethany, la enfermera de ayer, tiene un único hijo que, como es lógico, es la luz de sus ojos. No conocería a Tom, tanto como lo conozco a través de la visión orgullosa de su madre, quien con su soltería a cuestas y sin mucha ayuda, ha celebrado su ingreso a Penn University con beca casi completa. Y, sobre todo, no habría invertido horas y me hubiera desecho en carcajadas ayudando a Tammy a pronunciar correctamente las frases “hijo e’ puta”, “mal parío” y “marica”, que su novio colombiano tanto dice cuando está junto a sus amigotes viendo los partidos de fútbol. A Tammy logré enamorarla del bellísimo Valle de Aburrá, la cuna de su amado, tan hermoso como el Ávila, una geografía que nos dice que si Medellín sobrevivió a Pablo, nosotros lograremos sobrevivir a estos nefastos.

Bethany ayer se dejó ganar por la curiosidad. No lograba entender por qué tan callada, por qué no hice ni siquiera un chiste malo de esos que traduzco del español al inglés y me quedan peores.

-¿Estás en una reunión familiar?, preguntó.

-No, estoy en una clase de literatura. Mira esta señora que habla es Milagros Socorro, una gran escritora latinoamericana.

Pero, sus ojos indicaban que su curiosidad no estaba del todo satisfecha.

-¿Qué haces tú Ms. Torres, a qué te dedicas?, increpó traicionando las normas hospitalarias.

-Soy una víctima de la cocina al menos seis días a la semana. Lavo montones de ropa y cachifeo de sol a sol.

Pero Bethany me seguía mirando como quien quiere más.

-Soy periodista y he trabajado toda mi vida, pero cuando fui diagnosticada hubo un punto de quiebre en el tuve que dejar de trabajar. A veces paso la semana entera en los hospitales. Bien sea por mí o por mi mamá, que está pasando por lo mismo. Mis días se fueron llenando de citas y cada vez se me hizo más difícil. Hace un tiempo me certifiqué como maestra sustituta y cuando el cuerpo me deja, doy clases.

Sabía que me faltaba la cortesía de preguntarle por su hijo y ella entendió que la respuesta no se podía extender porque quería enchufarme de nuevo a mi clase.

La alegría se mantenía en mi rostro, pero es que tenía una contentura de antes.  Ayer me vio la doctora Kemeny y me dio la segunda gran noticia que nos ha dado desde aquella vez que nos anunció que habíamos desterrado a los señores del peritoneo y el colón, causante de toda esta aventura.

Ayer, me comunicó que cinco de los tumores del hígado se han reducido, que uno del pulmón derecho también. No lo podía creer. Los pulmones nunca habían modificado su tamaño, siempre han estado viendo todo desde su palco sin participar en la función, pero ayer me dieron esperanzas de que se paren en el intermedio de la función.

El señor del ovario derecho recogió sus motetes y salió del espectáculo.

Ahora, seguiremos de espectadores del mediastino, el ovario izquierdo, de los pulmones y el hígado, órgano bendito que ha resultado un gran tenor. 

Dice la doctora Kemeny que sin la bomba hepática, el cantante rebelde estaría trabajando menos del cuatro por ciento, cosa que es humanamente imposible, como también lo es que no esté amarilla de pies a cabeza, que no esté conectada a una bomba de oxígeno y que tenga pelo.

Bethany habló de mi pelo, de que está largo y abundante y yo le respondí que le iba a decir una frase que decíamos en el colegio “mi pelo dentro de tu culo”. Ante esas palabras disonantes tuve que darle una explicación y terminó riéndose de las ocurrencias de unas colegialas.

Ayer descubrí que la literatura tiene efectos analgésicos. Cuando me tocó la quimio directa, la que va a la bomba, no es que no me dolió. Cada vez que esa aguja inmensa me atraviesa la barriga siento que me están halando por los pelos de la nariz. Pero ayer, mientras me la ponían, yo seguía pensando en mi clase, en las intervenciones inteligentes de los compañeros y en la capacidad infinita de Cortázar para embelesarnos.

Pensaba también en mi pelo que tanto lerelere provoca y llegué a la conclusión de que papá Dios así lo quiere. Y sé que cuando Osvaldo y Ale, dos de mis amigos más cercanos y mis ateos favoritos, lean esto van a retorcer los ojos. Pero sí, este milagro se debe a que mi angelito de la guarda me vio muchas veces, a puerta cerrada, en la intimidad del baño, cuando el espejo me devolvía una imagen casi calva, sin cejas ni pestañas y me recordaba lo que hago un esfuerzo consciente por olvidar cotidianamente: estoy luchando contra un pinche cáncer avanzado. Jamás me ha importado la parte estética, pero ver los signos físicos de la quimio no es fácil. Ya voy cargando con estas uñas negras y quebradizas, con este sabor a platino en la boca y con estas encías que sangran y sangran como si yo fuera familia de Drácula.

Esta ópera tenía varios actos desde el principio y lo sabíamos. Sobre todo Carlos, Mercedes y Gladys, galenos expertos. Estaban claros en que era una puesta en escena complicada y aún así, en su amor incondicional, siempre me han dado esperanzas.

En el acto más reciente, la trama dio un giro dramático y favorablemente insospechado. Con la bomba puesta, el aria es más sonora. Bendita bomba, bendita Nancy Kemeny y su equipo, pero, sobre todo, benditos ustedes que siempre están ahí conmigo.

Alzo la mirada al cielo y con fervor, ruego porque cada paciente oncológico encuentre la cura, sobre todo los niños que lidian con una condición de salud que ningún ser humano merece. 

Ojalá que los pequeños del J. M. de los Ríos y sus familiares nunca pierdan las esperanzas y que todos bajen el telón con unas notas contundentes: las de la remisión.

No olvide ver nuestros reportajes en: www.hispanopost.com 

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