Caraqueños compran comida “por si no pueden salir” la próxima semana

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Al entrar al supermercado cercano a la casa comienzan a notarse los cambios en la nueva normalidad, provocados por la flexibilización de las medidas preventivas contra el COVID-19. Una mujer toma la temperatura de todo el que ingresa al local con un termómetro de pistola, esto no existía antes, y el vigilante aplica una porción de gel antibacterial en las manos de los clientes.

Los pasillos están bien surtidos, tanto de alimentos como de clientes que abarrotan sus carritos, especialmente con productos básicos, ante la inseguridad de “no poder salir de casa la semana que viene”. “Aún no entiendo el esquema 7×7, así que mejor prevenir”, dijo una mujer que compraba azúcar y leche en polvo, casi de manera compulsiva.

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Los empleados del abastecimiento también se veían apurados, dudosos y hasta desconcentrados. El muchacho que organizaba las legumbres movió de sitio las berenjenas un par de veces durante el rato en el que estuve agarrando las verduras y hortalizas que compraría.

Un hombre mayor que llevaba el tapabocas de collar fue a escoger un par de berenjenas y lo que se ganó fue un llamado de atención de parte del empleado del local, que le recordó que “por el bien de todos, debe usar el tapabocas adecuadamente”. De lo que no se percató es que algunos compañeros suyos tampoco estaban cumpliendo dicha norma.

A pesar de la experiencia, el resto de los asistentes parecían cumplir más o menos bien la norma de usar el tapabocas y mantener una distancia prudencial, de al menos metro y medio, con otro cliente, aunque en los pasillos donde estaban la harina de maíz precocida y la pasta esto no era así.

En el área de cajas, las personas mantenían la distancia que sus carritos de mercado les exigía, pero una vez en la caja las cosas cambian un poco. El que está pagando choca con el cajero de al lado y con el otro cliente que está descargando su carrito para pagar la compra.

En un banquito cerca de la puerta, cinco muchachos bastante jóvenes, tal vez menores de edad todos, estaban sentados uno al lado del otro. Solo uno llevaba el tapabocas puesto debidamente. Otros dos usaban guantes, pero a uno se le pudo ver las yemas de dos de sus dedos al descubierto cuando se acercó a la caja para atender un pedido de una compañera de trabajo.

No pueden hablar sobre su situación en el trabajo y si reciben o no los equipos de biodiversidad que requieren. No está permitido en las políticas de confidencialidad de la empresa, pero recuerdo que hace un par de meses una cajera le compró un par de tapabocas a mi madrina costurera.

En esa oportunidad la mujer cuchicheaba. Mi madrina, maracucha al fin, es de hablar alto y de tener poco miedo escénico. Mientras pagábamos la compra de aquel día, ella sacó una bolsita con varios tapabocas que había hecho para la familia, a lo que la cajera le preguntó el precio.

Le pregunté si no le daban los equipos de bioseguridad, negó con la cabeza y casi en un susurro dijo: “Son de muy mala calidad, no me confío de ellos. Los que tengo los he comprado por mi cuenta”. Y luego, alzando un poco más la voz como para que no se viera sospechoso, dijo: “Es que estos están bonitos porque me combinan con el uniforme”.

Lo mismo me hizo sentir el muchacho que se acercó a la caja de al lado donde yo estaba pagando a ayudar a una señora con su mercado y el guante roto. La mujer, que iba acompañada por un hombre contemporáneo, le preguntó que si no tenía guantes nuevos y este le respondió que no, “lo que gano no me alcanza para comprar más”.

La pareja que intentó indagar más sobre su situación económica le pidió al joven que los acompañara con el mercado hasta el carro. “Creo que tengo un par de guantes nuevos y otro tapabocas que te podemos regalar si nos acompañas al carro”, le dijo la mujer.

El resto de los muchachos seguían sentados en el banquito, jugándose bromas entre ellos. Solo se levantaban si eran llamados por los clientes o por alguna cajera. 

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