Si alguien lo dudaba aquí lo tiene: no se quieren. Pero es que no se quieren ni ver.
Ni Mariano a Pedro ni Pedro a Mariano. Como niños. Hemos asistido en la tarde hoy a una de las escenas que nos faltaban por ver en esta esperpéntica transición de unas elecciones a no se sabe qué.
Empezaron la guerra en su famoso debate televisivo previo a las elecciones del 20D. Pedro Sánchez, candidato del PSOE, llamó indecente al Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y este le devolvió la ofensa calificándole de ruin, mezquino y miserable. Empezaba así una pelea de patio de colegio entre los representantes de las dos mayores fuerzas políticas de España.
La cosa, la relación entre ambos, se enfrió desde ese mismo instante. La sonrisa del efebo no volvió a asomar en su cara, y la coña del gallego desapareció de su fondo.
Empezaron entonces a jugar a ver quién la tenía más larga. Se despreciaron públicamente, se dieron no rotundos en cuanto a las posibilidades de llegar a un acuerdo, a un pacto de Estado que facilitase una nueva investidura, del color que fuese, y se lanzaban acusaciones infantiles del nivel de es que no me llama. Una burla por parte de ambos hacia los millones de ciudadanos que les han votado en uno de los momentos políticos más difíciles, e interesantes, de España desde la Transición.
Por fin se han llamado y por fin se han visto, por decirlo de alguna manera. Este encuentro ha vuelto a ser una burla. O la culminación de la primera.
La escena no tiene desperdicio: dos tipos altos y embutidos en un traje. Uno de ellos, Rajoy, con las hechuras de hombre más mayor, trata de crecer estirando lo que le da el cuerpo y cuello que esconde bajo la corbata. Nerviosos. Los dos.
Caminan hacia dos butacones en los que los fotógrafos y cámaras tratarán de registrar un apretón de manos que, cuando menos, simbolice una entente cordiale ante los ojos de sus electores. No se esperaba nada más.
Mariano camina así, nervioso, de una manera desgarbada, moviendo demasiado los brazos, como dejándolos ir en plan rapero neoyorkino. No le bailaba la cadera, pero casi. Con la mirada puesta en el infinito, por no cruzarla con la de Pedro y mucho menos con las cámaras en ese momento. No se dan la mano, no se miran. Pedro hace ese paseíllo despacio y correcto, pero ya se le adivina un gesto poco natural. Está sorprendido.
Al llegar a las butacas, Mariano se sienta inmediatamente y Pedro se queda de pie esperando la foto. El primero se da cuenta y se levanta como una gacela mientras el segundo le tiende la mano. Y aquí llega el estrépito, la chulería, la mala educación, la falta de clase, la demostración de miedo, la señal del perdedor: Mariano dirige una mirada estrábica de nuevo al infinito y procede a abotonarse la chaqueta del traje. Al tiempo, levanta altaneramente la cabeza. Su gesto, una mueca extraña porque no lo puede controlar. No le sale la naturalidad. Pedro, enfrente y con la mano tendida, recoge ésta y se le tuerce la boca, pero con una mezcla de vergüenza y sorpresa. Después, la foto, alineados pro sin rozarse.
Media hora escasa ha durado la obra. Teatro, puro teatro, en el que no han debido de pasar de los titulares de los que no se han salido en todos estos días: yo quiero el sillón, y yo también. Yo he ganado las elecciones, a mi me lo ha encargado el Rey. Vamos, el famoso contigo no, bicho.
Así estamos, en ese maravilloso nivel del abierto desprecio, de la bajeza política y de la chulería del que es y del que quiere ser. Una imagen para la Historia, una imagen para el mundo. Somos una de las grandes potencias.
Y así.