«El verdadero amor tiene el poder de percibir
el aroma de la tristeza y transformarlo
en una fragancia de esperanza»
Martin Luther King Jr.
En el año 2013 el Papa Francisco utilizó la metáfora alegórica del “olor a oveja” en el marco de un pedido explícito que le realizó a la curia de la Iglesia Católica para que abandonen la postura conformista y monacal para acercarse más a la realidad de la gente.
La analogía del olor puede resultar bastante sencilla y trivial, similar a las utilizadas en las parábolas bíblicas, pero nos resulta particularmente interesante por lo siguiente: la adquisición del “olor del otro” nos lleva indefectiblemente a un grado de cercanía extremo que trasciende ampliamente la banalidad de la empatía políticamente correcta, y toma real relevancia a un extremo de ser puramente física (y metafísica).
¿De quién tenemos olor, nosotros? De absolutamente todo ser con quien tenemos intimidad cotidiana: nuestros hijos, nuestras mascotas, nuestras parejas, nuestro hogar, etcétera.
La solicitud del Papa a sus sacerdotes es un pedido de apostolado in situ con quienes necesitan realmente la presencia de los ministros de la fe en sus vidas. Ahora bien, para que Francisco llegue a solicitar tal cosa, es porque la distancia, la lejanía, la ausencia es tan abismal que se ha perdido hasta la última nota de aroma en el vínculo que jamás debió romperse.
Éste no pretende ser un artículo evangélico, ni teológico, sino más bien político y filosófico, en tanto que así como el sacerdote, en tanto que es pastor, ha perdido su contacto con su rebaño; en nuestros tiempos de posmo-deconstrucción permanente nos encontramos con la misma realidad en políticos que desconocen totalmente la realidad de sus ciudadanos.
Funcionarios públicos que no sirven a nadie más que a sí mismos, médicos que no curan, docentes que no enseñan, abogados que no defienden intereses que no sean suyos, padres y madres que no crían, fuerzas de seguridad que no cuidan a nadie, jueces que no imparten justicia verdadera, ciudadanos que no se sienten parte de su comunidad y se comportan como ermitaños incluso en el seno de sus propias familias.
La «pérdida de olor» no es otra cosa que la demostración del vaciamiento profundo de sentido, aquella tragedia por la cual las cosas no son lo que deberían ser, a pesar de seguirse llamando igual y ocupando el mismo lugar que antaño fue dignamente conseguido.
Cuando se le quita todo valor y esencia al ser, a lo que uno es, lo que uno debería ser, sólo queda la máscara, la carcasa resquebrajada que revela la hipocresía diletante de aparentar un rol con un rótulo al tiempo que, en la práctica, se hace absolutamente todo lo contrario.
Cuando algo no cumple la función para lo que fue creado, su sentido ha sido vaciado y la desidia pasa a ocupar un papel fundamental.
Un político que desconoce totalmente la realidad de las personas, que no comparte ni sus preocupaciones ni sus dichas, que no puede sentir un ápice de compasión y empatía, no tiene el menor chance de cuidar a nadie ni velar por el bienestar de nadie (y mucho menos, sacrificarse por nadie).
El “olor” se ha difuminado completamente en la distancia violenta que produce la lejanía engañosa y perseverante de la presencia en redes sociales.
Un like, un compartir, un “me enoja”, un comentario, jamás podrá asimilarse al hecho fundamental de estar donde se tiene que estar: la pérdida de cercanía nos ha llevado a perder completamente la humildad y, consecuentemente, a dejar de identificarnos con las personas a quienes decimos servir.
Mientras vemos a diario y en vivo, desde la Guerra del Golfo hasta nuestros días, las atrocidades que producen las guerras, con la mirada bonachona y ausente que produce la lejanía; quienes han estado en el campo de batalla concreto, tras sobrevivir muchas veces milagrosamente, nos comentan que de los enfrentamientos bélicos jamás pueden olvidar el olor a muerte que marca la vida del sobreviviente.
Nunca una transmisión en vivo, un reel de red social o una declaración pública de un mandatario podrá educarnos al respecto como sí lo hizo ese olor asqueroso y real que denota un grado de realidad difícil de procesar pero que es, sin duda alguna, una fuente de conocimiento incomparable con cualquier relato románticamente expresado en tintas que huelen bastante bien en libros nuevos o periódicos.
¿A quién le corresponde portar el olor de los que sufren? ¿A quién le corresponde hacerse presente? A todos, sin dudas. ¿Qué sentido tiene un ministro de economía que jamás administró algo más que su cuenta bancaria? ¿Qué sentido tiene un profesor al cual le da igual si sus alumnos comprenden sus enseñanzas? ¿Qué sentido tiene un doctor al cual le da fatiga elaborar un buen diagnóstico? ¿Qué sentido tiene un padre o una madre que desatiende a un hijo? ¿Qué sentido tiene un juez que no imparte justicia? ¿Qué sentido tiene un policía que no brinda seguridad pública? ¿Qué sentido tiene un legislador que no representa a absolutamente nadie de su pueblo en el Congreso de la Nación?
Como verán, estimados lectores, la pérdida total del sentido lleva directamente a la sinrazón y a la desidia naturalizada que destruye todo a su paso bajo el silencioso aval de una sociedad que se ha acostumbrado a que nada sea lo que debe ser.
La exhortación de volver a portar el olor es una invitación a abandonar la comodidad del fraude que representa investir un cargo, rol o posición social al cual no le hacemos ningún honor, negando con nuestras prácticas inmorales y alejadas de la comunidad el sentido mismo de “atención” que supuestamente es el baluarte de todo funcionario público.
Quien atiende sus ovejas, raramente las pierde, quien las desatiende de manera intencional, ha decidido dejarlas dispersas, confundidas, enfrentadas y perdidas.
La contraposición y resistencia a este estado de cosas es, sin duda alguna, la cercanía: el acto honesto y humilde de hacer aquello para lo cual se nos puso donde estamos o llegamos por nuestros propios medios.
Estar, hacernos cargo, participar, ensuciarnos y abrazar aquello que nos reclama desde lo esencial es el primer paso en la batalla contra el individualismo exacerbado que ha creado muros entre nosotros no permitiéndonos reconocernos siquiera por nuestro “olor”.
La pérdida de olfato nos ha llevado a vivir en el mundo de lo indistinto, donde todo huele igual y nada huele a nada. En ese mundo, nadie es realmente nadie y a nadie le importa nadie, dejando en total evidencia un modelo de prosperidad totalmente decadente que oculta bajo sus escombros el olor a putrefacción que produce la desigualdad y la injusticia.
Pues bien, ya pasó la Fase 1 de la Cuarentena obligatoria, podemos quitarnos de una vez por todas la mascarilla e inhalar una buena bocanada de realidad que nos permita reflexionar seriamente acerca del lugar que ocupamos en el campo social y la responsabilidad de asumir dónde sí y dónde no debemos meter nuestras narices.