La paz depende de que las FARC se corrompan adecuadamente

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La paz de Colombia con las FARC, pactada para ponerle freno a la última guerra civil de medio siglo, está perdiendo el sentido del equilibrio y tambalea como un borracho solitario con nauseas en un noveno piso que trata de coger aire en el filo de una terraza sin rejas.

La armazón construida por el Presidente Juan Manuel Santos, su equipo y las FARC –hoy partido político legal– ha arrojado resultados de paz que se pueden tocar con las manos, fotografiar y medir de manera precisa. Están vacíos los pabellones militares hospitalarios en donde hace poco no cabían los soldados mutilados en el campo de batalla; las zonas de guerra ardiente se apagaron y están siendo recorridas por viajeros curiosos y pacíficos con sus familias.

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No obstante, el aire sigue infectado de angustias, recelos, mentiras y odios. Colombia es el único país del mundo en el que la masa poblacional no empujó a las partes a conciliar la paz sino que la inmensa mayoría de ella –ebria de propaganda incendiaria y mentiras– clama por prenderle fuego de nuevo el país.

La paz ya pactada es un hilo de nylon que cada día tensan más y, aun así, resiste. Pero tiene un nivel de aguante, pasado el cual se reventará.

El partido político de las FARC, a partir de 2018 tendrá por derecho propio –consecuencia de los acuerdos firmados– cinco escaños en el Senado y otros cinco en la Cámara de Representantes. Esos voceros de la extinta organización guerrillera estarán ahora en la contienda política nacional. Sin balas. Sin masacres. Sin secuestros. Sin minas antipersona. Sin extorsiones a la población civil. En paz.

El país entero (civiles, militares, exguerrilleros, políticos, hacendados, industriales…) deberá ser auscultado, cuando sea el caso, por la Jurisdicción Especial para la Paz –JEP- con el propósito de lograr los mayores niveles de verdad, justicia y reparación respecto de los horrores cometidos en la guerra por todas las partes de un país enceguecido y cebado con su propia sangre.

Además de los escaños que le corresponderán a las FARC en el Congreso Nacional durante dos períodos, la semana pasada el gobierno luchó a brazo partido en el Senado para obtener la aprobación de circunscripciones electorales especiales por medio de las cuales las zonas más abatidas y heridas por la guerra tengan la posibilidad transitoria de llevar 16 congresistas suyos a las dos cámaras. En apariencia, esta iniciativa –justa y útil– fue aprobada con una pírrica mayoría legislativa al final de un debate cundido de trampas y mentiras. La ralea política nacional, mejor llamada como de “los mismos con las mismas”, no acepta que se abran los círculos de la democracia, se opuso a aquella propuesta de participación social con resabios propios de los usureros cuando intentan regular el agio, o de los vendedores ventajosos de granos cuando la policía va a examinarles las básculas.

Mediante mentiras tales como que los elegidos de las circunscripciones especiales serían todos de las FARC, cuando en verdad se trataría de quienes fueron sus víctimas, la iniciativa está en el filo del abismo.  

El mayor enemigo de la paz es el senador Álvaro Uribe Vélez –hijo de un socio de Pablo Escobar y formado en los jardines florecidos del Cartel de Medellín–. Tiene a su hermano preso y en juicio, acusado de comandar un ejército privado de asesinos. Uno de los miembros más apreciados de su bancada es Everth Bustamante, guerrillero del desaparecido grupo terrorista M-19, causante, entre muchos otros crímenes, de la toma armada del Palacio de Justicia en Bogotá, del incendio del edificio y del asesinato de un centenar de los magistrados de las altas cortes que estaban allí.

Uribe alega, refiriéndose a las FARC, que no deben llegar criminales al congreso siendo que él mismo es uno de ellos y de que el Capitolio Nacional de Colombia es, llanamente, una cueva de forajidos. Decenas de sus miembros están en la cárcel, pero sus escaños les han sido transferidos a los parientes y secuaces más cercanos. Por norma general, todas las decisiones legislativas –leyes de distintos rangos o reformas constitucionales– son fruto de la corrupción: sobornos en metálico, cuotas burocráticas, absoluciones judiciales…

Ningún congresista –mucho menos Uribe y su bancada– posee argumentos valederos ni autoridad moral para cuestionar la llegada de los asesinos de las FARC al congreso. Serán solamente diez criminales más legislando.

Aunque es contrario a la lógica, parece ser que la paz de Colombia solamente podrá salvarse si se acomoda correctamente entre el gran cajón de los latrocinios, donde se guarda la excelencia de la vida institucional del país. Dicho de otra manera, la paz no se consumará sino hasta cuando las FARC –lo mismo que Uribe o Bustamante– sean cooptadas y corrompidas cabalmente por la llamada “institucionalidad”.

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