El desarme de las FARC es un hecho

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Los acuerdos de paz en el mundo siempre entran en vigor con inevitables, enormes y dañinos resquemores entre las partes que se han comprometido a tratar de vivir civilizadamente. Cada facción deja la guerra con la idea fija de que la contraria la asesinará tan pronto como le dé la espalda y es por ello que la violencia a veces se recrudece en las eras del posconflicto. Lo vimos en El Salvador o Nicaragua, por ejemplo. Los ejércitos rebeldes no suelen deponer todas sus armas, sino que esconden remanentes de ellas para defenderse en caso de ser traicionados y es muy probable –casi obvio– que esto esté ocurriendo con las FARC. Decenas de años después de haber terminado la Guerra de los Mil días (1899-1902) seguían apareciendo revólveres y fusiles enmohecidos que habían sido escondidos bajo tierra en los solares o entre mamparas de las casonas de los combatientes que ya habían muerto de viejos.

                  La Organización de las Naciones Unidas –ONU– acaba de certificar que una misión especial suya recibió de las FARC 7.132 armas de guerra y las indicaciones de los lugares donde se encuentran cerca de 80 caletas, con lo cual la comunidad internacional anunció la terminación del desarme de esa guerrilla, pactado en los acuerdos finales de paz con el gobierno. Únicamente quedó en poder de esa organización un lote de armas que será utilizado para procurar la seguridad de los 26 campamentos en los que los excombatientes se encuentran concentrados desde febrero pasado y permanecerán hasta el 1 de agosto próximo. El cese al fuego ha llevado a mínimos de un dígito las estadísticas de la guerra de más de medio siglo. Bogotá lleva años sin oír los sobrevuelos de helicópteros militares que inspiraban pena y terror llevando en fila india mutilados desde los campos de combate hacia el Hospital Militar Central, en donde hoy las salas de urgencias y las estancias de recuperación de heridos permanecen vacías. Esa es la paz.

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                  Vastas zonas agrarias colombianas en las que la guerra dejó cientos de miles de muertos, huérfanos y lisiados, no han vuelto a oír el estruendo de los combates constantes, ni a sufrir la presencia violenta y los vejámenes sujetos al capricho de los bandos armados antes que a la ley o a la razón. Esto también es la paz.

                  El desarme de las FARC no ha levantado los índices de desarrollo nacional. No ha producido riqueza, la Bolsa de Valores de Colombia no ha mostrado grandes cotizaciones al alza ni la moneda nacional se ha robustecido. La educación y la salud públicas son tan insuficientes y mediocres como siempre. No obstante, el fin de la guerra apagó un foco de escándalo y dolor y dejó de hacerle sombra al problema nacional más grande y pernicioso que la misma guerra: la corrupción. Es claro que cualquier posibilidad de progreso se ve frustrada por esa desgracia. Y aunque no hay avances prometedores a la vista contra esa adversidad, la ausencia de la guerra despertó más interés que nunca en investigar y denunciar el saqueo masivo más grande de la historia nacional a los bienes públicos, principalmente cometido por las clases política y empresarial. 

                   La desaparición de la guerra deja ver con total nitidez que el país subsiste a duras penas bajo un régimen de desigualdad social general y de privilegios exclusivos para las altas y estrechas esferas del poder.

                  Casi todo el territorio nacional está afectado con la presencia de los ejércitos del narcotráfico, aglutinados bajo el mando de una organización terrorista de la extrema derecha a la que las autoridades no combaten y le cambian el nombre periódicamente: “Los Urabeños”, primero; “Los Úsuga”, luego, y hoy “Clan del Golfo”. Esta asociación nacional de sicarios, narcotraficantes, policías y políticos continúa causando éxodos de campesinos en todo el país, de manera que Colombia mantiene el primer puesto mundial en cantidad de desplazados internos, con 7.2 millones de personas –aumentó un millón con respecto a 2016–. Lo siguen Siria y Sudán, de acuerdo con el Consejo Noruego de Refugiados. Los destierros masivos de campesinos e indígenas son especialmente peligrosos para la paz debido a que la historia de este país ha sido una eterna sucesión de guerras civiles por el acceso a la tierra.

                  La violencia colombiana, que implica el dominio de zonas geográficas enteras por parte de grupos armados irregulares, se ha convertido en una forma de vida y bajo ese esquema, incluso, la economía nacional ha crecido y prosperado. Los cultivos extensivos de productos agrícolas del estilo de la palma africana de aceite, así como la ganadería o la minería formal e informal han alcanzado sus mejores rendimientos históricos con el favor de los ejércitos paramilitares. Igual ocurre en la política: las elecciones y los elegidos pertenecen a esas estructuras criminales. El principal exponente de este esquema es el expresidente Álvaro Uribe Vélez, cuyos antiguos nexos con el paramilitarismo y el narcotráfico le vienen desde su padre, el socio de Pablo Escobar Alberto Uribe Sierra, y él mismo, de acuerdo con la Contraloría General de la Nación, posee tierras en el departamento de Córdoba que les fueron robadas a campesinos.

                  Los privilegios que algunos obtuvieron y mantuvieron a la sombra de la guerra se ven amenazados por los pactos de paz con las FARC, los cuales, contra todo pronóstico y para desgracia de aquellos, es innegable que están funcionando. De allí resulta la formidable campaña política que, encabezada por Uribe, propone volver a la guerra civil bajo premisas adicionales que involucran lemas y dogmas religiosos “indiscutibles e “innegables”.

                  Con la paz andando y las FARC desarmadas bajo la supervisión y garantía del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la extrema derecha, el narcotráfico y el paramilitarismo están comenzando sus campañas políticas para las próximas elecciones presidenciales con la oferta de “hacer trizas” todo lo que se ha alcanzado hasta ahora y propugnan por un estado de violencia y terrorismo –provocado por ellos mismos– que les conceda el triunfo. Uribe, lo mismo que Fujimori en Perú, tiene edificados su discurso y sus actividades políticas en la lucha contra una guerra que ya acabó y sin la cual sus privilegios, su vigencia y poder políticos carecen de sentido. Son como el grupo de 20 soldados japoneses que apareció en una isla 40 años después de haber terminado la Segunda Guerra Mundial, sobre lo cual no fueron informados y permanecían en estado de alerta máxima.

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