La dinastía Le Pen

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El Frente Nacional, de Jean Marie Le Pen, conducido ahora su hija Marine, debe ser el movimiento político ultraconservador más comentado y célebre, con mayor tradición y arraigo en los dominios del mundo desarrollado. Ahora que el arribo de Donald Trump ha puesto en relieve la emergencia de un nacionalismo de derechas, xenófobo y antiglobalizador, como proyecto compartido en otras sociedades, lo labrado por el Frente Nacional de Le Pen puede ser apreciado como el verdadero comienzo, el marco precursor del pensamiento moderno de la ultraderecha mundial.

Fundado en 1970, el Frente Nacional ha experimentado un crecimiento lento, pero sin dudas continuo.  Se ha ido enraizando y depurando en Francia, su país de origen, enfrentando una rabiosa arremetida de casi todo el estamento político e intelectual del país, colándose ya en varias ocasiones en niveles inquietantes de popularidad y aceptación. De hecho, en el año 2002 ya habían obtenido un comentado paso a la segunda vuelta de aquella consulta presidencial, en la cual todo el mundo corrió a frenarlos, votando al ganador final, el conservador Jacques Chirac.

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En sus tesis, el Frente Nacional postula entre otras cosas la necesidad de defender la continuidad cultural y política, la identidad natural francesa como legado, fundamentada en un cierto tipo de interpretación histórica y racial de carácter tradicional. Este movimiento comenzó a tomar aliento hacia los años 80, cuando comenzó a ahondarse la inmigración de personas de origen árabe-magrebí y subsahariano a Francia.         

Candidato tradicional de su partido, en sus flamígeras intervenciones públicas Jean-Marie Le Pen se expresaba de forma desembozada en contra de los inmigrantes como promotores de vicios sociales y laxismo moral, y proponía controvertidas fórmulas de deportación masiva y profilaxis, en las cuales quedaban consagradas algunas excepciones humanitarias, en calidad de salvedades,  que producían en la sociedad francesa aún más asombro e indignación. Las reflexiones de Le Pen tenían una inocultable carga racista fundamentada en una visión “francocentrista” del mundo. Sus modales frontales producían muchas antipatías.    Derrotado, finalmente, en la segunda vuelta de las presidenciales de 2002, al obtener 18 por ciento de los votos, frente a 80 de Chirac, el diario británico The Guardian publicó entonces una caricatura en la cual un muñeco le comentaba a otro: “Bueno, finalmente estoy un 80 por ciento orgulloso de ser francés”.

En los últimos años, alimentado por los problemas sociales, las tensiones culturales con el mundo musulmán, el estancamiento del proyecto europeo y la inmigración incontrolada,  el Frente Nacional ha conseguido depurarse y expandirse.  Hoy tiene un puesto a la vista en medio del fragmentado panorama político francés, y en este momento, con las presidenciales encima, encabeza las encuestas de opinión. Otros movimientos xenófobos y populistas europeos, alguna vez muy temidos, como el de Georg Haider en Austria, han conocido ya su eclipse,  mientras los pioneros de la xenofobia y el euroescepticismo del Frente Nacional, que ya tienen un puesto en la mesa de la política local, siguen ganando terreno en Francia.

Marine Le Pen, que niega ser de ultraderecha, ha hecho un esfuerzo por limar algunas aristas ásperas de este movimiento. El triunfo de Trump, cierto disimulo retórico, y la consolidación de un planteamiento económico nacionalista, que ha conocido eco en otras latitudes, y que colecciona simpatías naturales, le ha permitido obtener legitimidad y espacio. El diario El País, de Madrid, ya no se ha referido a Le Pen como una líder ultraconservadora y xenófoba, sino como una “socialpopulista”. Una de las banderas del Frente Nacional lo constituye la salida de Francia de la Unión Europea, un norte que es compartido por muchos de sus ciudadanos. Si las tendencias que insinúa Le Pen llegaran a consolidarse en esta ocasión, el propio proyecto europeo, expresado en la Unión,  entraría en un riesgo de descalabro, toda vez que una de sus piedras constitutivas, que es la Republica Francesa, puede plantearse en serio su retirada.

Marine Le Pen llega al final de la campaña técnicamente empatada con sus otros tres competidoras más cercanos: Emanuel Macron, ex ministro del saliente Presidente, Francois Hollande, con su propio movimiento, En Marcha; además de  Francois Fillon, de Los Republicanos, el movimiento conservador de Nicolás Sarkozy.  Jean Luc Melenchon, con Francia Insumisa, agrupa a las corrientes de la izquierda comunista y filocomunista, siempre presentes en la política francesa, y completa el cuarteto.

Las alarmas extrafrancesas no se han encendido porque es probable que Le Pen quede licuada en el reacomodo tradicional de preferencias que suele producirse en los países que tienen dos vueltas electorales. Esa es la esclusa que tiene limitado el acceso del Frente Nacional al poder.    En teoría, el centrista e independiente Emmanuel Macron, tendría las posibilidades de arrastrar las corrientes finales a su favor en la segunda vuelta.  En los últimos días, de acuerdo a los reportes de la prensa,  ha tomado aliento Melenchon, un confeso admirador de Fidel Castro y Hugo Chávez, en detrimento del Partido Socialista del Presidente saliente Hollande, el perdedor adelantado de estas elecciones.

Parece haber, sin embargo, una cocción a fuego lento que está irritando el espíritu nacional francés, y que se expresa en Le Pen. Tiene una expresión crónica  progresiva.    El extremismo musulmán tiene en el mapa de Francia una de sus maquetas de trabajo.    Luego de haber sido global administrador de colonias y dominios internacionales, la expresión más acabada del imperialismo político en el siglo XX, como también en el XIX, y los dos anteriores,  los franceses llevan décadas recibiendo ciudadanos de otras latitudes, de Africa y el Medio Oriente, del Magreb y del este de Europa,  que han decidido devolverles la visita en busca de trabajos y oportunidades, y que están planteando todo un reto cultural y organizativo que ha comenzado a preocupar incluso a los que no son de derechas.  Francia parece ser concentrar casi toda la tensión existencial que sobrelleva Occidente frente al Islam

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