El 15 de mayo de 2011, el movimiento de los indignados marcó un punto de inflexión en la vida política española. Una nueva mayoría social irrumpía en escena para mostrar que había perdido su confiaza en las élites políticas y económicas; una mayoría social que pedía cambio y regeneración de las instituciones. Tras el estallido inicial, esa mayoría social se fue concretando en distintos movimientos ciudadanos: una marea blanca que se oponía a la privatización de la sanidad de todos para repartirla entre unos cuantos amiguetes, una marea verde que exigía poner fin al progresivo deterioro de la educación pública al que estábamos asistiendo, o una Plataforma de Afectados por la Hipoteca para evitar que los bancos pudieran seguir echando a la gente de sus casas amparándose en una ley que no sólo era injusta sino que los propios tribunales europeos habían declarado ilegal.
El gran reto a partir de ese momento era transformar en poder político esa nueva mayoría social ya existente que se reconocía en las calles y se reflejaba en todas las encuestas. Las élites políticas y económicas sabían a la perfección (al menos desde mayo de 2011) que la mayoría no estaba con ellos, pero un exceso de arrogancia les llevó a pensar que esa nueva mayoría no sería en ningún caso capaz de organizarse para disputar el poder político. Un desprecio altivo hacia las posibilidades de organización de su propio pueblo, les llevó a ignorar todo lo que estaba cambiando y a seguir con la dinámica de corrupción, saqueo y despilfarro de la que habían disfrutado durante décadas de impunidad. La arrogancia por parte de los portavoces de las élites llegó al extremo de retar a la ciudadanía movilizada: presentaos a las elecciones si pensáis que sois capaces de acumular tanta fuerza, decían. Y así surgió Podemos, como una herramienta de empoderamiento popular y ciudadano que, en tan solo dos años, ha cambiado para siempre la vida política de España. Hoy nadie piensa ya que la política en España pueda volver a ser como antes. Los partidos tradicionales, al mismo tiempo que nos atacan con todo tipo de injurias y calumnias, tratan de imitarnos en todos los aspectos externos, intentan mostrar regeneración, rejuvenecen sus filas, venden la democratización de sus estructuras; defensores y detractores reconocen en términos generales que hacía falta algún revulsivo para impedir que las cosas siguiesen como estaban y, en solo dos años, se ha conseguido materializar ya un resultado electoral que, si bien no es suficiente aún para liderar la formación de un nuevo gobierno, al menos impide que puedan formarlo las fuerzas cuyo principal objetivo es continuar con la ruptura del pacto social y la revolución de los rícos contra los pobres a la que venimos asistiendo en los últimos años.
El Partido Popular no puede formar gobierno. El PSOE, con el peor resultado de la historia de la democracia, intenta una vez más un cierre por arriba para salir de la actual crisis de régimen, pero no puede arriesgar la base electoral que le queda impulsando un pacto de élites que pase por un pacto con el PP. Todo apunta a que, ante la imposibilidad de formar gobierno, habrá que repetir en España las elecciones en junio. Y las encuestas muestran que Podemos, que sigue en ascenso, superaría a un PSOE que en diciembre nos superaba por poco más del 1% de los votos. En ese escenario, sería Podemos la fuerza encargada de formar un gobierno capaz de desalojar al Partido Popular. Ese será el momento de demostrar que es falso el discurso de la impotencia con el que se ha intentado aplacar el anhelo de cambio porque, sin duda, se puede.
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