Todo se puede comprar en el corredor de la muerte

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«Drogas, una paliza a otro interno o tener sexo con una mujer… Aquí en el corredor de la muerte todo se puede comprar con dinero». Son palabras del español Pablo Ibar, el recluso L-31274 de la Prisión de Raiford , la cárcel en la que 300 hombres se encuentran a la espera de ser ejecutados en Florida.

El sábado es el día en el que los internos tienen derecho a ser visitados por sus familiares. Son las ocho de la mañana y acompaño a su esposa en la fila junto con otras personas, la mayoría mujeres. No son más de treinta. Muchos de los reclusos que esperan la muerte no tienen contacto con nadie. Sus familias y amigos les han dado la espalda evitando el estigma social que supone en Estados Unidos tener algo que ver con un asesino condenado a muerte.

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Hace frío en Starke, estamos a seis horas de la soleada Miami. Por fin, se abre la puerta y van entrando uno por uno. Cuando nos toca a Tanya y mí,el registro es aún más lento. Es mi primera vez y necesitan abrirme una ficha.

Después nos separan y nos registran por separado. Cuando se abre la primera reja puedo leer varios carteles que hacen un llamamiento a los guardias para que eviten el abuso sexual entre presos. El último control es para revisarme los bolsillos. Tan sólo llevo una identificación y 50 dólares.

Es el último trámite antes de entrar en el territorio de máxima seguridad. El encargado de este control apunta pacientemente el número de serie de mis billetes.

Después de atravesar un laberinto enjaulado rodeado de alambradas llegamos al pabellón donde están las celdas y la sala de visitas. Cuando entramos aún no ha llegado ningún preso. Pablo es de los primeros en llegar. Lo hace con prisa, parece que viene de un largo viaje con ganas de abrazar a su amada. Se abrazan y se besan como si estuvieran solos. No sé hacia donde mirar cuando se separan, Pablo viene hacia mí y me abraza. Tiene necesidad de sentir el contacto con gente que no sean ni reclusos ni guardianes.

Una visita y dos salidas al patio

Cuando nos sentamos a hablar son casi las diez de la mañana. La mente de Pablo estará libre hasta las 15.00 horas. Junto con sus dos salidas al patio semanales es su único contacto con la realidad más allá de las paredes de su celda. «Aquí no tengo amigos», me confiesa sin alzar la voz. «No quiero juntarme con gente que ha cometido barbaridades como matar un niño».

«¿Sabes cómo se organizaba cuando un preso quería agredir a otro. Primero les entregabas el dinero. Después en un momento concreto -como si fuera un error- las puertas de las celdas de los dos reclusos se abrían. El agresor corría hacia el habitáculo del otro y le golpeaba sin parar. Después regresaba a su cuarto y las rejas volvían a cerrarse».

La semana que está terminando ha sido especialmente dura para Ibar. El martes fue ejecutado un preso de su galería. Se llamaba Martin Grossman y estaba condenado por el asesinato de una guardia forestal que le sorprendió en un bosque portando armas, violando su libertad vigilada. Grossman forcejeó con ella para evitar que avisara al sheriff y finalmente le disparó en la cabeza.

El pasado 17 de febrero, Grossman fue ejecutado. Pasó los últimos dos meses de su vida en una celda aislada con un vigilante. «Es el momento más aterrador. Cuando te trasladan a ese pabellón y sabes que tu cuenta atrás ya ha comenzado. Los presos le escribimos una postal pero, ¿cómo te despides de alguien al que sabes que nunca más a volver a ver?».

El caso Ibar

La madrugada del 25 de junio de 1994, dos encapuchados entraron en la casa de Casmir Sucharsky, en Miramar, Florida. Estaba tomando unas copas con dos camareras de su bar, Caseys Nickelodeon. Les ataron a una silla, les golpearon brutalmente mientras revolvían la casa en busca de algo: ¿dinero, drogas? Finalmente fueron asesinados de un tiro en la cabeza de forma despiadada. Todo fue grabado por una cámara de video y está registrado en una cinta de muy baja calidad. Esa fue la prueba de cargo contra Ibar.

Ahora desde su celda, todos los días estudia las leyes en busca de recovecos para mostrar su inocencia. Pelea por un nuevo juicio con todas las garantías. Juan Gispert, un nuevo testigo que acusa a otro hombre de los crímenes, Raymond Evans un experto facial que asegura que su cara no se corresponde con la del vídeo y Kayo Morgan, el abogado de oficio, ex alcohólico y maltratador, que reconoce que no le defendió en condiciones, son los nombres y apellidos de la esperanza.

Antes de despedirnos, nos hacemos una foto con un mural de colores de fondo pintado por un preso de pijama azul, los de cadena perpetua. «Ya puedes visitarme cuando quieras, estás en la lista de familiares, me dice sonriendo mientras me abraza». Recorro de nuevo las jaulas del laberinto mientras piensa en la fortaleza mental de un hombre que tras diez años en el corredor de la muerte es capaz de sonreír. No hay inyecciones letales contra la esperanza.

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