Rafael Castillo Zapata sobre ´Poesía reunida´: «Este libro es un repaso de mi vida, es muy importante, conmocionante, traumatizante»

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El jueves 16 de febrero Oscar Todtmann editores organizó un encuentro en la librería Kalathos, del Centro de Arte Los Galpones, con el poeta venezolano Rafael Castillo Zapata.

La intención era propiciar un ambiente para que el autor conversara con sus lectores y amigos sobre el libro Poesía reunida 1984-2008; título que esta casa editorial confeccionó y logró publicar gracias al patrocinio de Banesco.

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Luna Benítez, directora editorial de OT, lo presentó: “Me encanta ver a tantos poetas, amigos, afectos. Es muy agradable que nos reunamos para celebrar toda una vida”.

“Será una tarde de confesiones”, dijo Luna, al profetizar que el poeta, que también escribe ensayos, diarios, libros, y dicta clases en la Escuela de Letras de la UCV desde hace 28 años; mostraría allí su alma, delante de todos.

Y no se equivocó. Solo que, al menos desde el asiento que yo tomé para tomar mis apuntes y luego redactar esta nota; no vi a un escritor de 65 años de edad. ¿O sí?

Yo observé, a juzgar por el brillo de sus ojos, su alegría, la sonrisa pícara, y la irreverencia con la que contestaba; a un niño.

Ese que todavía vive en la parroquia San José. Ese que quiere conversar con su mamá. Ese que quiso viajar por Europa, y lo hizo; y ahora de regreso, sabio, nos comenta que vivimos llenos de prejuicios: que somos mucho más maravillosos en nuestra riqueza cultural de lo que pensamos; pero ahí seguimos… alabando e idolatrando a un catire, a un “musiú” (o monsieur), solo porque vino del extranjero.

“Rafael empezó su vida literaria muy joven. En el año 1984 fuimos testigos de ese nacimiento. Ahora apreciamos la cosecha, así como la de innumerables poetas. Estamos extremadamente felices y orgullosos, porque nos estamos reuniendo libremente, en una actividad casi lúdica, para celebrar este libro”, siguió contando Luna; al recibir al público.

Dijo que los libros del profesor Castillo Zapata no se conseguían en las librerías, de allí lo valioso del aporte de la entidad financiera: reunir en un solo ejemplar décadas de trabajo con la palabra, en una ofrenda que hizo nacer cien poemas.

El libro de Todtmann reúne Árbol que crece torcido (1984), Estación de tránsito (1992), Parte de piedra (1992), Mecánica Celeste (1992), Providence (1995), Boris Pilniak, 1938 (1999), y El Cielo Interrumpido (2008).

Luna dijo que había cierta predisposición a etiquetar los textos literarios. Quizás los críticos o estudiosos de la literatura busquen definirlos para su posterior comprensión. Cree que los poemas de Castillo Zapata se libran de cualquier prisión.

“Siento que no pueden ser etiquetados. Que lo importante es que, aunque pasen diez siglos, los leas y te digan algo”, acotó.

Ella estaba feliz. Parecía que más que una editora, hablaba una madre orgullosísima de su hijo; o la mejor amiga del escritor, la cómplice, la incondicional.

La sonrisa de Luna, su frenesí, se extendía más allá del local, del centro de arte, de la avenida Sucre de los Dos Caminos. De toda Caracas: “No te regalo lo parco, Rafael, ¡extiéndete!” Y así le concedió la palabra.

Una visita guiada por el libro

“Después de seis años accedí a que editaran mi obra. Me siento complacido. Ya llegué a un punto de algo concreto. El primer libro, Árbol que crece torcido (1984), fue el de las emociones más grandes. Ahora estoy tranquilo. Lo que me captura y me tiene loco es la novela que estoy escribiendo”, dijo Castillo Zapata apenas saludó.

Se sentía realmente cómodo, distendido. De hecho, aseguró que nunca antes había contado cosas como las que allí reveló. Se le percibía contento. “Tranquilo con lo que se es”, como me dijo meses atrás cuando lo entrevisté, en el marco de un recital de poemas de Sánchez Peláez, en La Poeteca.

“Llegar a los 65 años es una satisfacción. Tengo 65 y me siento de 64 (se reía). Llevo 28 años dando clases en la UCV, 40 años dedicado a la poesía, y todas las cosas buenas que me han pasado sucedieron porque soy un sortario, porque, en realidad, soy perezoso. Agradezco a Luna, que es una apasionada, pero invertir en poesía es como botar los reales”, contó.

Los amigos que acudieron a escuchar al poeta, sus alumnos, sus lectores, estaban embelesados. También reían. Fue como si esa contentura suya se propagara cual seductor perfume y allí ocurrió lo mágico, la armonía en el sentir.

“¡Vamos a enseriarnos! Todo esto es muy cómico, y aquí han ocurrido cosas muy hermosas y peligrosas”; le decía el profesor a los presentes. Reía, sí, reía mucho; pero, al mismo tiempo, por allá, en algún rincón que no se mostraba delante de todos, se percibía cierto dolor. Como el halo de una tristeza inconfesable que pretende ocultarse con las risas y los chistes, pero sigue allí.

“Este libro es un repaso de mi vida. Es muy importante. Conmocionante. Traumatizante”; agregó.

De su primer libro, Árbol que crece torcido (1984), contó que fue publicado por sus amigos del grupo Guaire, cuando él pertenecía al grupo literario Tráfico; y que se editó mientras él estaba en Barcelona, España, estudiando. Dijo que fue un diseño de Carolina Arnal, adaptado al poemario.

El libro consta de dos partes: La guarimba encantada y Hay amores que nunca en la vida. Poemarios de la infancia y la adolescencia porque, como todo artista, “uno tiene que saldar cuentas con la infancia para seguir adelante”, explicó.

Castillo Zapata leyó parte del prólogo del libro, publicado por Banesco. Un texto impecable del también profesor de la Escuela de Letras de la UCV, Franklin Hurtado.

No citaré la oración o frase que leyó, porque no alcancé a apuntarla. Citaré, del prólogo, otro párrafo que me pareció esclarecedor para la aproximación a ese “árbol torcido”.

“Aparte de la oralidad como principio, vemos en este primer poemario esa necesidad de ser fiel a sus experiencias personales, de descubrirse a sí mismo, de reconocer el mundo que lo rodea, de hablar desde sus vivencias, las cuales para este niño están definidas por algo que no encaja, el dolor y la injuria de ser distinto, de estar torcido y saber que no hay manera, correazo o zapato ortopédico que enderece tal torcedura”, escribió Hurtado.

El profe contó cómo llegó a Letras: había querido estudiar Medicina, pero las notas no le favorecieron. 06 en Histología, 05 en Anatomía y así… Dijo que se deprimió mucho mientras hacía esos estudios y que gracias a los ángeles que cree lo guían, a través de los amigos, en este caso de Bartolomé Cheli; encauzó su manera de ser, empática, hacia los estudios literarios.

Cheli le habría dicho que había algo perfecto para él, que tanto le gustaba leer, que era medio nerd, y pésimo jugador: Letras.

Así llegó a ese pasillo maravilloso de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV, donde todos, en algún momento, experimentamos, rozamos, la alegría.

“Yo imaginaba un monasterio. Cuando le dije a mi papá ardió Troya. Me dijo que me moriría de hambre y yo le contesté que no me importaba. Ahora mírenme, aquí estoy, raspando la olla de aquí hasta allá”, reflexionó mientras soltaba la carcajada y todos reíamos con él.

Solo unos segundos después él mismo se retractó: “Los gané a ustedes. Gané a mis 900 alumnos. Ese afecto vivo es demasiado poderoso”.

Allí comenzó el retorno al pasado. El giro, según sus palabras, “kantiano, copernicano”.

Contó que escribía poesía desde niño, solo que nadie lo sabía. Recordó su infancia y con él nos fuimos a esa casa de la parroquia San José que era modesta. El hogar de la abuela paterna, donde su mamá cosía en una máquina Singer y el papá estudiaba de noche contaduría.

Conforme avanzaban los años 60, la familia mejoró económicamente, como lo hizo buena parte de la clase media venezolana. “Llegaron las cajas de Lego en Navidad, el televisor blanco y negro que se convirtió en el rey del comedor y a mí me inscribieron en el colegio Tirso de Molina, para codearnos con gente de alcurnia”, recordó el poeta.

El niño que ahora tiene 65 años contó cómo se maravillaba en los jardines de las casas de sus amiguitos, jugando con esos perros y merendando galletas de naranja con leche.

Confesó que tuvo que inventarse una excusa para justificar el por qué nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa: “Les decía que mi abuela paterna era muy brava. Sentía vergüenza. Eso me enseñó a ser cauteloso y sigiloso. Clandestino”.

Al profe se le quiebra la voz. Toma agua. Ríe, pero a ratos la risa pareciera nerviosa.

Recordó su colegio, católico, de niños, y recordó también la manera cómo le atraían otros seres humanos. Dijo que en aquellos años “si te resbalabas un poquito te jodían para siempre”.

La madre regresa. Las madres siempre regresan. Acá comentó que aprendió a ser solidario gracias a su mamá, quien le enseñó un gran sentido de justicia.

En el conversatorio del jueves, el profe fue niño, fue adolescente, fue amante, fue estudiante, fue viajero; pero sobre todas las cosas, fue honesto. Como si hablara más bien la herida:

“Aprendí a ser solidario con los que están jodidos, porque uno no sabe cómo organizar el mundo a través de la palabra, o a través de las imágenes, o a través de la música. Uno no sabe. Eso no se sabe. Por eso escribo mis poemas”.

A mí, la poesía

me viene de mi madre,

que más que nada fue costurera,

pero escribía poemas en secreto

y lloraba en verso sus amores contrariados.

Copiaba a Nervo y a Darío en cuadernos empastados

con una perfecta caligrafía enamorada.

Hay lágrimas, por eso, en sus cuadernos,

lloviéndole la tinta a cada rato.

Hay zanjones hechos con la pluma en cada página rota,

acaso por la desesperación de amar a su novio tanto,

entre el ruido aplacado de la Singer y las rimas de Bécquer.

Victoriosa en su llanto,

porque, antes, las mujeres se defendían así,

a fuerza de llanto y de morir calladas,

un poco más de mundo, digo yo,

y un poco más de escuela,

hubieran hecho de ella

una Juana de Ibarbourou mía,

una Gabriela Mistral en casa,

una Enriqueta Arvelo,

una Alfonsina Storni en la familia.

Poesía es palabra

Después de recitar dos poemas y de abrir el corazón, así de golpe, le ofrecieron al profe una copita de vino blanco. Dijo que sí, que la aceptaría, y también de pronto empezó a expresar ideas, frases, que parecían nacidas ahí mismo, en esa librería, pero que uno intuye, llevan años, sino décadas, gestándose:

“Todo es el azar y la necesidad. Todo es el azar y la disposición, porque si no estás entrenado en la lengua, en el lenguaje, ejercitado en la correspondencia, la analogía, las cosas del mundo, sino estás preparado para recibir la epifanía, se te va. Te pasa por al lado y no te diste cuenta…”

“Todo está en hacer el oído y luego viene el taller (el trabajo)”, agregó.

Luego, como si hablara para sí mismo, en una especie de trance o de relajación profunda; comentó: “Aquí están pasando cosas muy raras. A veces uno escucha que le dicen a una mujer: ´Poesía eres tú, mi amor´. No. Una mujer no es poética. Una persona tampoco. Poesía es palabra. Poema es trabajo con la palabra. Poesía es sonoridad”.

Su amiga poeta Gabriela Rosas estuvo entre el público asistente. Lo aplaudía, le acotaba anécdotas, le gritaba “te amo”, y le pidió, como fans enamorada, que le cantase una canción.

A esas alturas del conversatorio parecía que todos nos habíamos tomado varias botellas de vino. La alegría, por suerte, se contagia. Era solo la alegría de ver contento a alguien que has admirado siempre, en silencio o de lejos. A alguien que viene de un lugar que se ha querido, la Escuela de Letras; donde por norma se respeta al “otro” y se le estima.

“¡La canción, la canción!”, le repetía Rosas. Castillo Zapata le explicaba, bromeando, que la cantaría después porque podía correr el peligro de ser tildado de «arrabalero» o «rocolero».

Pasó a contar cómo llegó una tarde a la casa de Antonia Palacios. Cómo estuvo en una reunión del grupo Calicanto y cómo fue llevado, en realidad, para hacer implosionar al grupo. Para servir de contraste (porque la poesía de Tráfico se burlaba de todo aquello); pero cómo, al final, quedó “enamorado” de las piernas de Palacios, así como de esa escena: la penumbra, el misterio, la noche, el lujo, la casa.

“Me dejé arrastrar por esos locos”, contó muerto de la risa (como decimos en Venezuela); para luego develar lo poderoso que fue descubrir el alcance de la literatura latinoamericana, a fines de los años 70 y principios de los 80; gracias al escritor uruguayo Hugo Achugar.

“Él me mostró la riqueza de Huidobro, de Rubén Darío, quien leyó a los parnasianos franceses, en francés y sin entenderlos, e hizo del español una vaina insospechada. Tenemos muchos prejuicios, somos un tanto snob. Porque mientras yo estaba leyendo a Tomás Mann, también existía un Oliverio Girondo, un Borges…

…Mientras los franceses siguen sin entender Salambó, de Gustave Flaubert; yo descubría a Lezama Lima. Lo descubrí y esto tuvo que ver con mi descubrimiento”, reveló.

Cantar como Celia

Luna no se equivocó, solo que no midió la extensión y la fuerza de esa cascada de palabras que se desbordó en Kalathos.

Cada cierto tiempo le decía al profe que ya se había acabado el tiempo, que ya iban a cerrar el local, que ya tenía que ir terminando, que otro día seguiríamos echando los cuentos; pero fue difícil atajarlo. Muchas ganas de contar, y muchas ganas de escucharlo.

“¡Espero que Luna me pague los 20 dólares que me prometió!”, decía contento, siempre sonreído. Era el chiste ante tantas y tantas intimidades develadas.

En resumen, porque jamás será igual escuchar a Castillo Zapata en vivo que leer una reseña sobre su discurso; contó cómo la familia creció económicamente, cómo decidieron mudarse a la urbanización Santa Eduvigis, cómo su madre cambió los boleros de Toña la Negra y María Luisa Landín por Chopin, o intentó sustituir a Celia Cruz por Mozart.

“¡Al diablo Chopin, Mozart y Bach; a mí me gusta Bola de Nieve! ¡Yo quiero cantar como Celia Cruz!”, dijo. Y cantó. El niño de 65 años cantó y todos, arrobados de emoción, fuimos felices de acompañarlo, o al menos eso percibí al ver los rostros de todos los que estaban en la librería.

“Nosotros que fuimos tan sinceros
que desde que nos vimos
amándonos estamos.
Nosotros que del amor hicimos
un sol maravilloso
romance tan divinos,
nosotros que nos queremos tanto
debemos separarnos
no me pregunten más
no es falta de cariño
te quiero con el alma
te juro que te adoro
y en nombre de este amor
y por tu bien te digo adiós”

“Esto es producto del azar, porque esa no era la canción que yo pensaba cantar”, dijo el poeta, para añadir:

“Lo importante es cantar siempre. En los peores hoteles, pisando un agua sucia, con unas toallas mugrientas, cantar. Fíjense que con un sueldo de preparador de Teoría Literaria podía viajar a Nueva York. Ahora no puedo ir ni a Guatire, a menos que me lleven mis amigos y hasta me piden colaboración para la gasolina”, añadió.

Ya eran más de las 6:00pm. Todo el centro de arte estaba cerrado. Solo un grupo de locos escuchaba a un poeta y no fue, en absoluto, un desperdicio. Hubo un vaticinio final, y se escuchó real:

“Los hijos pueden ser una mierda y cuando te estés muriendo ni aparecen. En cambio, yo sé que a la hora de mi muerte, de los alumnos más insospechados, vendrá quien me sostenga en el último momento.”

Amén, profe, amén.

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