Las duras lecciones del totalitarismo blando

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Consecuencia directa de la caída del Muro de Berlín, las fórmulas contemporáneas de autoritarismo electoral, o totalitarismo suave, se fueron colando dentro de los filamentos liberales de los regímenes democráticos del mundo de hoy. Consumada la caída del comunismo, los dictadores y los demagogos han debido reinterpretar la realidad para obtener lo que quieren. Ahora concurren ahora a enamorar a las mayorías, sirviéndose de las licencias que otorga la vida en libertad.

Identificar la morfología, la técnica, los ardides y las verdaderas intenciones del autoritarismo consultivo puede constituir, en ocasiones, un auténtico reto.  Peor todavía: no hay protocolos internacionales consolidados para combatir sus perniciosos efectos. El desorden viral del autoritarismo moderno, o neo-autoritarismo,  se ha disuelto en los confines del mundo, incluyendo el mundo civilizado.

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Los populismos se disuelven en el follaje de los problemas cotidianos; hacen mimesis en torno a las convenciones republicanas, y, prometiendo lo imposible, se reproducen en escenarios de crisis. Intrigan con eficiencia, se sirven de las contradicciones para hacerse con los resortes del poder.

Aunque sus mecanismos pueden llegar a ser incruentos, sus modales son muy punitivos y hostiles. La llegada al gobierno de este tipo de corrientes comporta graves traumas en la vida de las sociedades que las padecen. Como algunas formalidades electivas y cotidianas  siempre quedan honradas, los autoritarismos consultivos pasan desapercibidos y no generan preocupaciones.  El populismo carismático, conductor habitual de los procesos autoritarios, convierte el ejercicio democrático en una rutina formal parapléjica. A prueba de modales diplomáticos inocuos y de la fiscalización de organizaciones multilaterales.

El su última obra, El Fin del Poder, el intelectual venezolano Moisés Naim hace un interesante recuento en torno al crecimiento de las libertades públicas como valor global desde la última parte del siglo anterior y el comienzo del actual.  Naim analiza el ocaso sostenido de las tiranías, cada vez menores en número una vez que se vino abajo La Unión  Soviética y quedó disuelta la agenda de la Guerra Fría, es decir, la guerra de la polarización global.

Desde hace casi tres décadas han venido emergiendo, ciertamente, una cantidad importante de gobiernos democráticos, multipartidistas, de carácter alternativo. Sociedades abiertas en zonas del planeta que presentaban cuadros intrincados, con tiranías unipersonales enajenadas y vergonzosas, como América Latina, Europa Oriental y Africa.

El propio Naim, como otros analistas globales, se detiene también a considerar el contrapunto de este logro universal, que camina en las coordenadas que estamos comentando: el inadvertido riesgo de las fórmulas blandas de dominio y sojuzgamiento vigentes en la política de hoy.    Corrientes que deciden hacer uso de las licencias que otorgan las democracias para vulnerarlas; para ascender al poder cabalgando sobre el descontento popular y, a continuación, romper los pactos republicanos y las fórmulas institucionales de entendimiento.

Claro que el  autoritarismo contemporáneo se cuenta en elecciones, permite la existencia de partidos políticos y estimula un debate en torno a su presencia con el objeto de consumirse la energía de sus enemigos. Al populismo autoritario, en ocasiones, le gustan los escenarios caóticos de opinión pública. Pasa, a continuación, a desplazarse por los factores de poder para dejar sentada su nefasta influencia dentro de los mecanismos rutinarios que deberían colocarle contenido a la democracia. El legado fundamental de los autoritarismos es la impunidad, la corrupción y la descomposición. El secuestro institucional: la toma de los tribunales y el control político de los ejércitos va produciendo una asfixia silente de la disidencia pública que garantiza la perpetuidad. La legalidad se convierte en un fraude y el estado de derecho desaparece.

Putin y Medvedev, en Rusia; Milosevic, en Serbia; Fujimori en el Perú; Robert Mugabe, en Zimbabue; Lukashenko, en Belarús; Hugo Chávez en Venezuela han sido algunos de los populistas autoritarios más esclarecidos de la postmodernidad. También, con sus señas, sus atributos específicos y sus particularidades, existen otros, que no han llegado, o no pudieron llegar, al poder, y aseguran, pese al halo de sospecha, tener en regla sus credenciales democráticas:  Donald Trump, en los Estados Unidos o Jean Marie Le Pen en Francia.

La historia del siglo XX, especialmente durante su segunda parte, estuvo cruzada por la lucha mortal entre dos superpotencias y dos maneras de concebir la vida en civilización. El dilema del siglo XXI podría transcurrir parada sobre la ecuación actual: el crecimiento de las fórmulas sofisticadas de control político . Cómo identificarlas y neutralizarlas. Cómo disolver su influencia en las masas, consolidando mecanismos incruentos y  preservando la legalidad.

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