Los sueños, sueños son

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Como en un sueño recurrente, cada vez que Colombia cree tener la paz al alcance de la mano esa esperanza desaparece de la vista y vuelve a retumbar la amenaza de la guerra con más fuerza que antes.

Tras varios años de metódicas negociaciones en La Habana, Cuba, el actual proceso de paz entre el gobierno colombiano y las FARC, que debería firmarse este 23 de marzo, entró en un zona de turbulencia que podría frustrarlo del todo y llevar al país a una nueva era de terrorismo y violencia civil sin remedio.

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El propio Presidente, Juan Manuel Santos, acaba de anunciar que la firma de la paz en esa fecha, profusamente anunciada, ahora “está casi descartada”.

El anterior fracaso ocurrió durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), a pesar de los esfuerzos nacionales empeñados con el respaldo y el entusiasmo de la comunicad internacional.

Los enemigos de la paz, entre ellos una potente derecha extrema, encabezada por el ex presidente Alvaro Uribe; extensas secciones de la fuerza pública, el narcotráfico y crecientes ejércitos paramilitares, no han desaprovechado oportunidad para desacreditar los diálogos de La Habana y a ellos se suman posturas inadmisibles de las propias FARC, de manera que el rango de maniobra de Santos es cada vez más estrecho.

La guerra sucia contra los pactos de paz que vendrían a ponerle fin a un baño de sangre de más de medio siglo de duración ha encontrado nuevos adeptos en la opinión pública por factores ajenos al conflicto mismo como el reciente surgimiento de una crisis económica inocultable, una ola de corrupción estatal sin precedentes, el mantenimiento de un régimen de impunidad insoluble (la impunidad en homicidios supera el 90 por ciento) y la agudización de las desigualdades sociales (Colombia figura entre los países más desiguales del mundo). Por ejemplo, el 77 por ciento de las mejores tierras del país está en manos del 13 por ciento de la población y de esta porción el 3 por ciento es dueña del 30 por ciento. Entre tanto, 80 por ciento de pequeños campesinos solamente posee terruños minifundistas de supervivencia y aún así genera 70 por ciento de los alimentos que produce el país.

La historia de Colombia es la historia de una guerra eterna por la tierra.

Las desigualdades se reflejan también en hechos como que, mientras siguen muriendo de hambre los niños indígenas más pobres y no existen recursos suficientes para contener este desastre humanitario, el presidente Santos acaba de comprarle a su esposa un jet privado Embrear Legacy 600 de US$22 millones.

En La Habana las partes han llegado a acuerdos que incluyen supuestas soluciones a los temas agrarios, de participación política, de abolición de cultivos ilícitos y abandono del tráfico de drogas, así como de atención y resarcimiento a las víctimas de las FARC.

Falta, sin embargo, fijar los parámetros por medio de los cuales se le dará fin del conflicto armado y los mecanismos que les permitirán a los colombianos refrendar o no lo que se acuerde en la mesa.

El lema de las negociaciones es: “Nada está acordado hasta que todo esté acordado”.

No existe el menor asomo de la manera como las FARC se separarán de la armas ni certeza de que sus fuerzas se reúnan en zonas de concentración que ellas mismas han rechazado ya de manera pública y las han calificado de “cárceles a cielo abierto”.

En los diálogos de paz ambas partes asisten de igual a igual y la meta de la paz se logrará mediante impunidad que el Gobierno se niega a reconocer pero que será el precio del fin de la guerra.

No existe la posibilidad de que haya aplicación real de justicia no solamente para los guerrilleros sino para los militares y civiles que han cometido atrocidades. Este tema se ha remitido a la llamada “justicia transicional”, eufemismo utilizado para no hablar descarnadamente de la impunidad necesaria para alcanzar la paz y que ya ha sido aplicada en anteriores procesos como el del pasado gobierno de Uribe con los paramilitares.

El único de los tres fundamentos básicos para la paz (verdad, justicia y reparación) que tendría algún tipo de cumplimiento será el de la verdad, pues, en teoría, solamente mediante la confesión completa de delitos podrán recibirse los perdones necesarios para que cada quien se reincorpore a la vida civil, libre de polvo y paja.

UNICEF sostiene que durante los diálogos de paz, instalados en 2013, al menos 250 mil niños han sido víctimas de la guerra  porque han resultado heridos, violentados sexualmente, reclutados para enviarlos al combate, mutilados con minas antipersonales o desterrados.

Roberto de Bernardi, representante de UNICEF en Colombia, sostiene que si mañana se pactara la paz, los niños seguirían sufriendo por causa de los grupos armados, incluidas las fuerzas estatales.

En la misma medida que las conversaciones de La Habana se prolongan y enredan, las fuerzas paramilitares, aliadas al Ejército y la Policía, han estado creciendo sin control en todo el país. Esta semana, en el semidespoblado departamento amazónico de Putumayo fueron asesinadas ocho personas en el transcurso de 40 horas por causas asociadas al proceso de paz.

Los ejércitos paramilitares no aceptan que los pactos de paz incluyan una redistribución de la tierra ni el fin del narcotráfico. De hecho, defensores de derechos humanos y líderes sociales entusiasmados con la posibilidad de una reforma agraria derivada de los acuerdos de La Habana están siendo asesinados en todo el país.

Crecen los sectores de la opinión pública que consideran que el proceso de paz no puede ser apoyado sin que ello implique respaldar necesariamente al Presidente Santos, cuyo desprestigio las encuestas lo han tasado en 69 por ciento mientras que su imagen positiva es solamente de 21 por ciento.

El Presidente, sin embargo , no tiene más remedio que mantener la mesa de La Habana contra viento y marea. No sólo porque es su único proyecto de gobierno que ofrece alguna ilusión sino porque ha cifrado en él la esperanza incierta de obtener el premio Nobel de la Paz.

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