Daños colaterales

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«Debemos esforzarnos más para acabar con las múltiples tragedias que desata el cáncer. Alrededor de una tercera parte de todos los cánceres es prevenible, y otros tipos pueden curarse con el diagnóstico y el tratamiento tempranos. Incluso cuando el cáncer está en una etapa avanzada, los pacientes deben recibir cuidados paliativos.»

Ban Ki-moon, Secretario General de Naciones Unidas?. (4 de febrero de 2016)

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Todos, más o menos, tenemos un amigo que sufre o ha sufrido un cáncer. Algunos, vaya putada, se nos han quedado en el camino. Luchando como Dios les dio a entender y ayudados por una medicina que todavía no es tan efectiva como para matar al bicho.

Yo también tengo uno de esos en mi vida. Bueno, varios, pero uno con el que la comunicación es tan intensa que casi soy capaz de comprender cuáles son sus males y cómo repercuten en toda una vida. Y no es fácil. Eso de “ponerse en la piel” o “en los zapatos” de otro es algo que siempre he visto como imposible a no ser que, como decía, la comunicación entre las partes sea tan íntima y confidencial que te permita la abstracción.

El enfermo de cáncer tiene varias peleas a la vez en un mismo ring: la enfermedad en sí, su repercusión a nivel familiar y social, y las consecuencias no sólo físicas sino también psicológicas que los dos factores anteriores desencadenas en la persona después de vencer al enemigo.

Esa amigo con el que hablo ya es mayorcito, tiene casi 50 años, y tuvo un cáncer cuando sólo era un bebé. Tenía dos años y le diagnosticaron un cáncer de riñón. Imagínese, hace casi medio siglo, cuando la microcirugía, las radiaciones controladas, la radioterapia, la quimio… eran otro cantar.

Superó el cáncer, todo un éxito, y la vida continuó para él con aparente normalidad. Pero para lograr esa cura, en esos años, se le extirpó un riñón y, no sé por qué, dos costillas. Se me ocurre, pensando en las costillas, que a lo mejor molestaban para llegar al riñón. No sé. No se lo he preguntado.

Luego le llegó la quimio y la radioterapia que, según me cuenta que le cuentan, fue a través de una bomba de cobalto, algo prohibido e impensable en estos días, me dice. Y eso tuvo consecuencias para toda su vida: destrucción del tejido “alrededor del costillar izquierdo”, costillas deformadas, vértebras atrofiadas que no crecerían nunca más, hipertrofias musculares, crecimiento desproporcionado (brazos largos, piernas largas, manos y pies grandes, hombros anchos… pero el “tronco”, corto).

Y otras: más visitas al quirófano para tratar de deshacer madejas intestinales que la primera operación dejó. Hasta sin ombligo se quedó. Y un riñón menos, claro.

Una buena cabeza, un poco de valentía y a correr. Valentía para ponerse el bañador en la playa, para ligar, para vestirse, para sentarse, para dormir, para hacer deporte, para cagar y para mear… porque su cuerpo no es como el de los demás, aunque se disimula bastante bien. Y buena cabeza para que eso no le afecte y no se convierta en un torrente de complejos e inseguridades.

Pero la juventud se pasa, la vida se complica y este tipo de personajes se hace preguntas del pasado, y sobre todo acerca del futuro. Y todos tienen fuerza, la mayoría salen de estos episodios supuestamente reforzados, con una visión de la vida más positiva y más desenfadada en apariencia. Pero me temo que la realidad no es así, que la enfermedad hace mella y es imborrable. Que las cosas en la vida no pasan gratis. El mítico, paleto, inconsciente y desafortunado “tranquilo, no pasa nada” es mentira.

Claro que pasa. Ha pasado una apisonadora por su cuerpo, por su sangre, por sus huesos, por su mente.  Y por su forma de sentir y de interpretar el amor, la amistad, la alegría. Todo eso determina un carácter y una personalidad, que muchas veces se hace incomprensible para los que son ajenos a la cuestión. Hasta para el más inconsciente, o las inteligencias emocionales que rayan la nulidad, el paso del cáncer por una vida nunca deja indeferente. Ni al enfermo ni a su círculo más cercano, la familia, los amigos.

Hemos visto y leído mil veces cómo los que lo sufren buscan todo tipo de fórmulas para exorcizar su miedo, a veces ni siquiera el dolor. Y todas son válidas, inteligentes y jamás criticables. Están los que minimizan el daño, los que abren blogs de alegría y empuje hacia los verdaderos valores de la vida, los que se alían con fundaciones de ayuda, los que se encierran, los que rezan, los que se esconden, los que se dejan llevar… Los que dan prioridad al posible sufrimiento de su entorno y se quedan en un segundo plano. Todos tienen algo en común que nunca podrán evitar: su paso por la incertidumbre.

Y todo esto, señores, son algunos de los daños colaterales de una enfermedad a los que una vez que se supera muy pocos prestan atención.

Mi amigo, por cierto, está estupendamente. Porque es un supergenio.

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