El amor que no se olvida

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Nací en un valle rodeado de verde. Si miro hacia arriba y presto atención siento que puedo tocar la montaña. El sonido de los grillos y de las chicharras del anochecer me producen calma y el canto de las guacharacas al amanecer -lejos de aturdirme- me hacen sentir acompañada. La lluvia en mi ciudad seca rápido y el sol es un compañero constante que no abrasa, sino que conforta.

Pertenezco a una generación marcada por el conflicto, de sueños frustrados e inacabados, de desencuentros e incomprensión. No ha sido fácil albergar tantas emociones encontradas, tanta molestia y rabia por lo que no se hizo, por lo que se hizo y por todo lo que nos hicimos entre nosotros. Pero me aferré a la resiliencia y apareció con ella el pensamiento calmado y profundo que me llevó a la comprensión de ese amor por el lugar al que pertenezco.

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Entender que el amor profundo puede ser infinitamente imperfecto, azaroso y hasta indescifrable es un camino incómodo en la vida. Hace que te auscultes y comiences a reflexionar sobre tus orígenes, sobre por qué estás en ese lugar y no en otro. Te preguntas por qué te quedaste y no te fuiste y la respuesta -en mi caso- carece de pinceladas románticas. Es simplemente: Me quedé porque pude hacerlo. Esto no me convierte en la adalid, ni me coloca en una posición moralmente superior. Soy solo una venezolana que vive en Venezuela.

Mi sangre, como la de la mayoría de mis paisanos, es una mezcolanza tan pintada de razas diferentes que a veces no sabemos qué somos o somos un poco de todo. Vengo de un bisabuelo siciliano que tuvo un affair con una mestiza y el resultado de su amor hace que tenga menos sangre española, aunque ésta ya competía con la portuguesa en iguales proporciones. Me he cansado de decir que mi caso no procede para que las cortes españolas me reconozcan como conciudadana porque no tengo sangre sefardí y sí, sí tengo ancestros hebreos pero muy muy lejos, venían de otras latitudes y eran ashkenazi.

La pasión entre mi bisabuelo italiano y la joven mestiza hace que por mi sangre la África subsahariana se exprese y de allí que soy algo nigeriana, senegalesa y de Ghana, pero además agradezco también representar a través de mi genotipo a tierras lejanas como Angola y El Congo. Esto no termina aquí, resulta que era obvio que a través de mi bisabuela materna los indígenas latinoamericanos dejaran su marca en mí.

Mi bisabuelo y mi abuelo maternos eran primos, vinieron de Siria. Uno era de Aleppo y el otro de Damasco. Sus ancestros habían vivido en territorios diferentes, pasando por Egipto y el Líbano hasta Mesopotamia; en territorios que hoy son Turquía e Irán.

Vengo, como todos los venezolanos, de una cultura de inmigrantes de muchos lugares del planeta. A lo largo de los siglos algunos vinieron buscando una nueva vida, otros por la esclavitud, conflictos políticos o hambre. En mi caso, casi todos han muerto en tierra venezolana, dejando un legado de distintos apellidos, tristezas y alegrías, frustraciones y desamores. Vivieron la vida.

Esa herencia que los venezolanos llevamos encima me ha hecho darme cuenta de lo duro que nos resulta migrar, pues Venezuela siempre fue ese país donde se hacían realidad los sueños, donde la riqueza se aseguraba con trabajo. De allí la profunda frustración y rabia que produce el dejar la tierra por necesidad, por supervivencia.

Esos pensamientos también me han dirigido a territorios más profundos al recordar lo poco que valorábamos quiénes éramos y la escasa atención que prestábamos a nuestro alrededor. Éramos una democracia constituida, pero acechada por diversos flancos. No nos dimos cuenta, distraídos por las riquezas, de la importancia de tener instituciones fuertes. Nos fiamos de lo inmediato y cuando la crisis llegó buscamos soluciones en magos, en ilusionistas que llevaron a la destrucción.

Reconciliarse con uno mismo como ciudadano toma mucho tiempo y no es un ejercicio agradable, entre otras cosas porque hay situaciones que se han heredado y de las que muchos no fueron partícipes, en algunos casos ni siquiera habían nacido. He pensado en cuánto arriesgaron los inmigrantes que vinieron de lejos, cuánto construyeron y cómo ese legado se ha ido perdiendo.

Pero allí me detengo y pienso en los ciclos históricos; en cómo las naciones se caen y se levantan y en cómo ese amor por la tierra es lo que te preserva. A veces esa tierra puede ser el lugar donde naciste, a veces no. El legado venezolano entonces continúa, se expande y crece, pero en otras latitudes, como lo hicieron los que vinieron antes de nosotros.

Cuando era pequeña no había guacamayas en Caracas. Ese vuelo multicolor hacia el Parque del Este al atardecer no existía. Ese sonido salvaje que se ha vuelto tan cotidiano y que nos lleva a subir la mirada al cielo hace que piense en que los cambios a veces son buenos y otras malos. Por eso estoy convencida de que los truenos y relámpagos de las lluvias de mayo me seguirán asustando tanto o más como el amor que no se olvida.

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