Entendiendo a México

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México es un país enigmático; el tamaño de su economía y población no parecen concordar con su presencia internacional y su voluntad de ejercer liderazgo. En lugar de asumirse como una potencia regional importante, México ha optado por una política internacional de la parsimonia. Esta posición confunde a una comunidad internacional acostumbrada a la ‘voluntad de poder’ e influencia de las potencias medias; mientras que muchos buscan sumar más poder y presencia, México rehuye a sus responsabilidades naturales. Visto desde fuera, esta renuncia al protagonismo resulta incomprensible. Los indicadores macro-económicos favorables parecerían contradecir las escuetas aspiraciones del país. Sin embargo, estos indicadores esconden más de lo que enseñan. La debilidad exterior de México proviene de una debilidad interior; adentro, el país carece de legitimidad para ejercer como actor global.

El asunto es casi psicológico; México tiene el autoestima baja. Es cierto que el país tiene muchas carencias, pero los mexicanos tienden a ser excesivamente pesimistas sobre su país. Este problema surge de un sesgo cognitivo cuyo origen es geográfico: durante décadas el gobierno mexicano ha concentrado su atención en la relación con los Estados Unidos. El México actual es el producto de una obsesión enfermiza por compararse con el norte e ignorar al sur. El resultado es evidente, en una pugna con la potencia más poderosa de la historia, México es un perpetuo perdedor. Esta fijación ha desbordado en una especie de síndrome de Estocolmo; incapaz de vencerlos, México ha optado por emular a su verdugo. Como consecuencia, la política internacional mexicana ahora sufre de vista cansada: ha concentrado tanto su mirada en Estados Unidos que ya no puede ver al mundo.

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Quizás por ello, el México de hoy se siente condenado a la intrascendencia. Su relación con la derrota se ha vuelto tan cotidiana que se ha convertido en fobia. El miedo a perder le impide competir; en más de una ocasión México ha decidido no luchar por puestos de liderazgo internacional, temeroso de un ridículo que merme su ya de por sí dañada imagen. Pero si en el siglo XIX, el derrotismo mexicano tuvo una causa externa; en la actualidad en derrotismo es autoinfligido: México pierde porque elige competir con los que no puede. Mientras que Brasil optó por convertirse en líder de los países en desarrollo, la entrada de México a la OCDE confirmó su rol como el eterno último de los primeros.

En ese sentido, México ha sacrificado su capacidad de innovación en pos de la obediencia. Ha sido un discípulo perfecto del Banco Mundial, el FMI y los intereses económicos estadounidenses; pero su buen comportamiento no se ha visto recompensado. En ello la geografía vuelve a ser clave. Pudiendo capitalizar su ubicación geopolítica para posicionarse como país puente y como potencia influyente en varias regiones, ha escogido convertir su geografía en un problema identitario. El formar parte de América del Norte, América Central y América Latina al mismo tiempo, ha dejado al país en un estado de mareo; la confusión ha sido su única política constante.

Como consecuencia, los mexicanos tienen una visión pesimista. Ante los graves problemas que aquejan al país, la filosofía imperante es la resignación; si algo está mal, nada puede estar bien. El asunto está lleno de paradojas. La guerra contra el narcotráfico ha dejado una secuela de muerte. Esto ha creado una sensación de desamparo que funciona a la inversa de la colombiana. Los índices de homicidios son más altos en Colombia que en México, pero la tendencia descendente de la violencia en Colombia llena de optimismo a sus ciudadanos, mientras que la tendencia anárquica e impredecible de la mexicana nos llena de pesimismo. Lo mismo sucede en muchos rubros, la economía mexicana crece lenta pero sostenidamente y, sin embargo, la pobreza no se ha reducido y la desigualdad sigue creciendo.

En medio de todo ello, el gobierno mexicano ha llegado a niveles de corrupción e impunidad históricos, incluso para los altos estándares nacionales. Según un estudio del Instituto Mexicano de la Competitividad, la corrupción cuesta a México 5% de su PIB. Esta corrupción se traduce en una falta de legitimidad interna del gobierno que ha sido un lastre para el avance de su agenda internacional. Por ello los intentos de reposicionar a México ante el mundo han sido en vano. Durante los últimos sexenios las diferentes administraciones han gastado millones de dólares en campañas para mejorar la imagen de México en el extranjero, pero sus esfuerzos han sido infructuosos; para lograr transformar la imagen de un país es necesario transformar su realidad. México ha sido incapaz de ello. De tal forma que su obsesión con Estados Unidos y la fragilidad de su entorno político doméstico le han impedido aprovechar sus capacidades para asumirse como potencia regional.

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